Fotogramas de bienestar
En menos de cinco años, la cultura del mundo occidental, ha pasado de cultivar el “presentismo” a rehuir la pesada figura del presente.
Hace apenas un lustro el lema de la existencia, trufada de consumismo, inducía a vivir intensamente cada instante, a gozar de lo inmediato y olvidar cualquier incómoda trascendencia.
Era una forma de asumir, de un lado, la inocente intrascendencia de la vida y, de otro, la olorosa y húmeda inmanencia de las mejores cosas. A la idea religiosa de la metafísica que prometía ofrecer las grandes compensaciones en el más allá celestial se había impuesto la idea de la física donde el empirismo suculento constituía la base de nuestro estar aquí.
Los materialismos, los enriquecimientos dinerarios, la acumulación y degustación de mercancías y experiencias nuevas, impulsaban un sistema de producción general tanto en los valores como en las consumiciones sin tasa. De todo era preciso sorber su esencia, más o menos efímera, al momento y, como consecuencia, el más allá se fue distanciado tanto como para perderlo casi definitivamente de vista.
De ese modo, el impulso por probar de todo contribuía a la idea de vivir mucho. Mucho y deprisa puesto que la velocidad iba pareja a esta actitud voraz y la razón se mezclaba con los delirios de tener más y acorralar, para su buena explotación, una actualidad tan productiva.
Lo contrario viene a suceder ahora. Frente a la jubilosa circunstancia del presente próspero, la agonía de su presencia fatal. El presente, que antes parecía escapar de las manos y nos urgía a vivir, ha sucedido una época en que el deseo consiste en hacer que este nuevo presente desaparezca, se esfume y deje de intoxicarnos.
Frente a la velocidad ha sobrevenido la recesión y el paro. Frente a la verbena de la producción la penitenciaría de la crisis y su estela de empobrecimiento general.
Dos de las películas más celebradas y más destacadas en la próxima liza de los Oscar son este año The Artist, de Michel Hazanavicius y La invención de Hugo, de Martin Scorsese. Ambas se refieren significativamente a los momentos del nacimiento del cine.
La primera es en blanco y negro y muda; la segunda, sonora, en colores y en 3D. Entre la una y la otra se compendia la historia tecnológica del cinematógrafo pero las dos, siendo señeras, en vez de apuntar hacia delante —o hacia un lado proverbial— lo hacen directamente hacia el pasado.
El presente no da de sí como plataforma para proyectar ilusiones. Más aún, la dejación de la realidad vigente, sea en la dirección de los Matrix o hacia el principio del pretérito, marcan los dos puntos de fuga filmada.
Una fuga triste, sin duda, puesto que la naturaleza del cine es siempre triste. Y una fuga hacia los tiempos prebélicos —anteriores a la Depresión— que tanto el mutismo de The Artist como el clamor de Scorsese tratan de recobrar como si el tiempo no hubiera cubierto la aciaga trayectoria que lo empantana hoy.
Ciertamente esta crisis pasará, pero poco a poco su amargura ha permeado tanto y cobrado tanta importancia que ¿cómo referirse de frente y, por el momento, a ella? Los libros, las películas, las obras de arte darán cuenta de esta larga experiencia económica tan infausta como criminal pero todavía el cine del capitalismo procura distraernos por encima de todas las cosas.
Y “esa cosa” consistiría ahora, expresivamente, con que estas dos excursiones cinematográficas al pasado. Un destino hacia dónde nos transportan no sólo en cuanto consumidores aburridos o ciudadanos despreocupados sino como una cuerda de presos. Presos en el tiempo y en los mercados. Presos, en fin, dentro de un presente que obstinadamente se afana cada día en recortarnos sucesivos fotogramas de bienestar.
Babelia
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