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Reportaje:

Viaje por la emigración

Esto en España de lla­marme moreno o morenito... No, tío. Nada de eufemismos. Llámame negro. Soy ne­gro. Estoy orgulloso de ser negro. Lláma­me negro y no pasa nada".

Albert Bitoden Yaka, camerunés, de 31 años de edad, habla español con un eco an­daluz. Hace cuatro años no hablaba nada. Lo aprendió durante los ocho meses que vivió en las calles de Melilla en 1996, dur­miendo a la intemperie. Con un dicciona­rio español-francés y leyendo ¡Hola! "y otras revistas del corazón", como él cuen­ta, que encontraba tiradas en los basure­ros de la ciudad. Albert habla también inglés. Y cuatro o cinco idiomas más. De los que se hablan en Nigeria, Costa de Marfil, Benin, Burkina Faso, Ghana, Mali: los países que atravesó, trabajando y ahorrando en cada uno de ellos para poder se­guir viaje, durante la odisea de cinco años que le condujo finalmente a España. Odi­sea que incluyó una expedición de un mes de Sur a Norte, de Mali a Marruecos, a través del Sáhara. A pie.

"Se habla mucho de las pateras, pero la gente no sabe lo que está ocurriendo en el desierto. No sabe, tío. Un caminar sin ce­sar. Sin cesar. Día y noche. Por el camino ves a chicos de 20 años, chicos con títulos universitarios, muertos o muriéndose. Ves a mujeres jóvenes a punto de morir, deses­peradas, vendiendo sus cuerpos. Se me vienen a la cabeza imágenes espantosas. Espantosas, tío".

Después de atravesar el desierto, la po­licía marroquí le metió en la cárcel. Du­rante un mes. "Entonces me fui a la ciu­dad de Nador. Alguien ahí me dijo: '¿Por qué no te vas a España?'. Yo contesté: '¿Es­paña? ¿Qué es eso?".

España es la puerta de África hacia Europa desde tiempos inmemoriales, pero los españoles saben menos sobre los afri­canos que sus vecinos europeos del Norte. Si aquella persona de Nador le hubiera di­cho a Albert: ¿por qué no te vas a Francia, o Alemania, o Inglaterra?, Albert habría tenido una idea razonable de lo que era eso. No sólo porque Albert es un hombre culto, que ha ido a la universidad, sino porque Francia. Alemania e Inglaterra re­bosan de inmigrantes africanos que en­vían noticias a casa. Para la mayoría de los africanos, España es territorio virgen. Para la mayoría de los españoles, los afri­canos son criaturas extrañas y desconoci­das. Pero eso está cambiando. Hasta hace 10 años, España era un lugar de tránsito hacia las naciones ricas del Norte. Ahora, España es rica, así que los africanos se quedan aquí.

Durante la mayor parte de este siglo, España ha sido exportadora neta de emi­grantes. Ahora es importadora neta. El mayor grupo de inmigrantes, después de los europeos occidentales, procede de Áfri­ca. Marroquíes, sobre todo, pero también, cada vez más. argelinos, gambianos, senegaleses, nigerianos. El número de resi­dentes legales africanos en España está en la actualidad en torno a los 200.000, posi­blemente con otros 100.000 residentes indocumentados. El Gobierno español anun­ció en octubre que proyecta acoger a otro millón de trabajadores extranjeros en los tres próximos años. Una vez que adquie­ren la legalidad, los trabajadores traen a sus familias, como hacen los inmigrantes en todo el mundo. Los inmigrantes africa­nos, en concreto, se reproducen a un ritmo superior al doble del promedio español.

De aquí a 10 o 20 años, las calles de las grandes ciudades españolas, que son ahora las de color blanco más homogéneo de los principales países europeos, se pa­recerán a las babeles multicolores y de religiones diversas de Londres. París y Francfort.

¿Está preparada España para afrontar el reto? ¿Se ha purgado del sistema es­pañol el gen xenófobo que alimentó la ex­pulsión de los moros hace 500 años? ¿O quizá el choque de razas y culturas gene­re unas tensiones tan lamentablemen­te arraigadas como en Estados Unidos, donde un apartheid mental reduce la co­municación a un estridente diálogo de sor­dos? ¿En qué estado se encuentra la nación española ante los eternos problemas creados por la abundancia racial del pla­neta? ¿Somos, en resumen, racistas los es­pañoles?

El País Semanal ha llevado a cabo su pequeña odisea a través de España, de Sur a Norte, para intentar dar respuesta a al­gunas de estas preguntas.

Melilla, como Ceuta, es Europa, pero también es África. Un territorio de apenas 12 kilómetros cuadrados que fue conquis­tado por España en 1497, y en el que se es­tableció una cabeza de playa para protec­ción y como sistema de aviso en caso de invasión de los moros. Quinientos años después, las señales de alarma suenan to­dos los días.

A Melilla le gusta decirse la Ciudad de la Tolerancia. Porque cristianos, musul­manes y algunos judíos comparten el mis­mo espacio y no parece que les preocupe demasiado. La Ciudad de la Tolerancia se defiende de intrusos indeseados con una verja elevada -mejor dicho, dos verjas ele­vadas paralelas- rematada con alambre de espino y vigilada por vídeo, sensores electrónicos y hombres armados en torre- tas de vigilancia. Entrar en el perímetro del territorio, en forma de abanico, solía ser mucho más sencillo antes de que em­pezaran a construir el telón de acero hace un año. Cuando Albert entró en 1996, saltó por encima de la verja. Hoy necesitaría una pértiga.

Aun así, siguen llegando indocumen­tados, como les llaman los corteses espa­ñoles, que se muestran, por una vez, más correctos políticamente que los estado­unidenses, con su designación de "ex­traños ilegales" para los que llegan sin in­vitación.

En el centro de acogida temporal, co­nocido como la granja, 400 hombres aguardan novedades. Esperan saber si les han concedido permiso para ir a "la Pe­nínsula" a buscar trabajo. Es su billete ha­cia la esperanza, pero sobre todo, más ne­cesario, hacia la libertad. Se encuentran vigilados por la policía, tras una verja, ha­cinados en largos edificios bajos colocados en hileras. Duermen en colchones infesta­dos de pulgas, si tienen suerte, o sobre car­tones, si no la tienen, con la misma inti­midad que unos pollos de criadero. Quizá sea por eso por lo que al lugar lo llaman la granja.

Los hombres ven a un extraño y se apresuran a acercarse a la verja. Tal vez haya noticias. No hay ninguna. Menean la cabeza. Se enfurecen. Gritan. Maldicen. Son, sobre todo, argelinos. Atraviesan la frontera fingiendo que son marroquíes (20.000 de los cuales cruzan la frontera en ambos sentidos, legalmente, todos los días). Luego se dirigen a la Cruz Roja, que les lleva a la policía, que les dice que re­llenen unas solicitudes de asilo y les lleva ala granja.

Mohammed tiene mujer y cuatro hijos en su pueblo. Trabajó ilegalmente en los naranjales de Murcia hace cinco años, an­tes de que le capturaran y le expulsaran, vía Alicante, hacia Orán. Lleva en la gran­ja dos meses esperando un permiso de tra­bajo, sin saber si van a volver a expulsar­le. Quiere vivir en España.

¿No le preocupa el racismo en España? "Es verdad que existe racismo entre los es­pañoles, pero con respecto a la gente mala. Si uno se porta bien, no hay problema. Yo no soy un delincuente".

La respuesta de Mohammed es diplo­mática. Sabe demasiado bien que los ar­gelinos tienen fama de ser delincuentes y poco dignos de confianza. No sólo entre los españoles de Melilla, sino también en­tre los marroquíes, que tampoco se privan del hábito de poner etiquetas. Los africa­nos subsaharianos, los negros, tienen fama de ser buenos. Recientemente hubo un motín en la granja. Se culpó a los ar­gelinos. mientras que los negros queda­ron exonerados. Después del motín, lleva­ron a estos últimos a otro centro de acogi­da temporal en la ciudad, una nueva construcción llamada Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), donde tienen camas, habitaciones con puerta y duchas limpias.

Oscar Emeka, nigeriano, de 26 años, que dice ser futbolista profesional, atra­vesó el Sáhara como Albert, llegó a la fron­tera de Melilla, pagó a xrn hombre 100 dó­lares y entró en España oculto en un ca­mión de fruta. Ahora está en el CETI. No acaba de creerse su suerte: "La hospitali­dad española ha sido maravillosa. Estoy muy agradecido a España. Recibo clases de español de una señora muy agradable todos los días, de lunes a viernes".

Casi todos los que son enviados al lu­joso CETI obtienen permiso de trabajo. Cuando le llegue su turno. Oscar irá a la Península, donde tendrá que arreglárselas solo. Si no consigue un empleo legal en el plazo de tres meses, corre el riesgo de ex­pulsión. "Tengo gran confianza. He oído que en España te ayudan a encontrar tra­bajo. Si tengo una oportunidad entraré en algún equipo. En todas partes donde juego me llaman Maradona".

Si Oscar se permite el lujo de soñar es, en parte, gracias a que Albert encabezó una batalla para obtener mejores condi­ciones de vida para los africanos de Meli­lla. Al principio. Albert fue uno de los 16 negros que vivieron en la calle, ante el edi­ficio de la Cruz Roja, durante ocho meses. Cuando aprendió español se convirtió en el portavoz del grupo, su adalid. "Hay un negro que habla español', dijo un día una persona, muy sorprendida, de la Cruz Roja. Yo le dije a la gente de mi grupo que si te llaman negro, lo fundamental es sa­carle algo positivo, algo que te inspire or­gullo".

Con ese espíritu positivo orquestó una huelga de hambre. Habló con los medios de comunicación. Tuvo éxito. Ahora, el mundo es un poquito mejor. Ahora existe el CETI.

Albert vive en Cádiz ahora. Está de vi­sita en Melilla para impartir un curso. Un hombre negro que da clase en un aula llena de es­pañoles. Está contratado por Andalucía Acoge, una red dedicada a ayudar a los in­migrantes. El trabajo de Albert consiste en formar a los que ingresan en la organi­zación. Coordinador del voluntariado, se llama su puesto.

Albert tiene la constitución baja y en­juta de un hombre que bulle de energía mental. Detrás de las gafas, sus ojos son inquisitivos y escrutadores. Cuando se le pregunta qué es el racismo, tiene la res­puesta preparada: "Un miedo en el subconsciente diferente al otro. Un miedo ba­sado en la ignorancia, en la falta de infor­mación. Que resulta en una tendencia a clasificar a la gente de forma negativa". ¿Y en España hay racismo? "Creo que sí. En todo el mundo lo hay, ¿por qué no lo va a haber en España? Pero también en una búsqueda continua de información nega­tiva. Se está clasificando al inmigrante como nada más que un ser que come, duerme y trabaja en los invernaderos".

¿Valió la pena la odisea a la soñada Península? ¿Cómo resultó ser eso de Es­paña? "No es un lugar de sueños. Yo he sido afortunado. Dos, tres, cuatro..., se in­tegran, pero con los otros cincuenta, cien, ¿qué pasa? Creo que hay que darle salida al tema. Más y más inmigrantes van a lle­gar de África. Documentados o no. Es un momento delicado el que vivimos en Es­paña. Porque, no lo dudes, la gente cru­zará el Estrecho, siempre; cruzará las ver­jas, de una forma u otra, siempre".

Almería. Habiba Baih cruzó el Estrecho en lancha. El viaje duró media hora. Le costó 300.000 pesetas. La inversión no resultó ser mala. Seis años después sigue viviendo en España. Se casó con un malagueño y es residente legal, tiene trabajo, un coche, parabólica en el tejado que la mantiene en contacto televisivo con Ma­rruecos y dos hijos que van al colegio y se están convirtiendo en andaluces.

Pero Habiba es una mujer amargada. No tanto por el trabajo, aunque es duro trabajar en el campo ocho horas al día. No tanto porque le exigen 30.000 pesetas men­suales por el alquiler del estrecho pisito donde vive. La amargura de Habiba parte del convencimiento de que vive en un país institucionalmente racista. Se separó de su marido malagueño cuando el hijo que tuvieron, Manolito, tenía menos de cuatro meses. Un juez le dio la custodia del bebé al padre. "Es un borracho que me aban­donó por la vecina, pero el juez dice que soy extranjera y no puedo criar un niño", dice Habiba. "Si fuese española, dudo mu­cho que le quitaran el niño", dice su abo­gada.

Habiba vive en Campohermoso. A dos­cientos metros de un bar donde se pueden oír conversaciones como ésta. "No te pue­des fiar de los moros", "Los moros son unos delincuentes", "Son unos hijos de puta", "Hay que matarlos a todos."

A 40 kilómetros al norte de la ciudad de Almería, Campohermoso es un pueblo en el desierto que produce tres o cuatro cose­chas de hortalizas al año. Una combinación de moderna tecnología y mano de obra in­migrante ha creado aquí fortunas en los úl­timos 20 años. Los invernaderos, uno de los triunfos más asombrosos de la humanidad sobre la naturaleza, cubren el paisaje al norte y el sur de la ciudad de Almería como gigantescas sábanas blancas.

Campohermoso adquirió notoriedad nacional en septiembre, cuando se supo que había una banda de españoles que se dedicaba a agredir de forma indiscrimi­nada a inmigrantes.

Resultaron heridas 24 personas, nin­guna de gravedad. No estamos hablando de Kosovo, de Timor Oriental ni del Ku Klux Klan. Campohermoso no es el esce­nario de una versión ibérica de Arde Mis­sissippi. Todavía.

Porque, para citar a un maestro de Campohermoso, hay una bomba de relo­jería en la bodega. La verdad es que Cam­pohermoso no es más que una de las nu­merosas bodegas escondidas en el campo español, en las que se están sembrando las semillas de una violencia mucho peor que nada de lo que se haya visto hasta la fecha.

Es fácil decir que los que se embo­rrachan y salen a la caza de moros solita­rios son una excepción aberrante de una norma, por lo demás, civilizada. Es fácil, pero no es cierto, porque la norma no es civilizada. Ese gamberrismo aflora del ra­cismo que hierve en Campohermoso con la misma naturalidad que los tomates gi­gantes que se cultivan en los invernade­ros. Hay relación directa entre un viejo estúpido que dice en un bar que "hay que matarlos a todos" y un adolescente estúpi­do que golpea a un moro con una palanca en la cabeza.

Pero eso no es lo peor. Lo peor llegará el día en que un moro o un negro decida que está harto. El día en que los africanos devuelvan el golpe.

Una y otra vez, en conversaciones con más de una docena de inmigrantes africa­nos en Campohermoso, la indignidad que mencionan constantemente, el insulto que consideran más grave, es el tratamiento que reciben en los bares, el único punto posible de encuentro de todas las razas en un pueblo en el que los lugares de trabajo y de residencia están segregados.

Abdallah Benhaimed habla español a la perfección, viste traje, físicamente se parece a media población de Andalucía. Es difícil imaginar un inmigrante más adaptado a su entorno. "Si voy a un bar, me sirven el último, siempre y cuando les pida 'por favor' y les demuestre extrema cortesía. Y entonces me dan un café. Y me miran de reojo. Quieren que te vayas. No es un racismo puro. Es un racismo de re­ojo. De no querer saber nada. Y eso que yo hablo español bien. En cuanto a los demás...".

Mike Thiaw es de Liberia. Como Albert, el camerunés, es otro de esos super­hombres que hicieron el viaje por tierra, a través del Sáhara. Vive con otros 19 super­hombres de África occidental en una casa aislada, como una colonia de leprosos, a un kilómetro de la ciudad. Todos duermen en colchones, cuatro o cinco en cada habi­tación.

Mientras habla Mike, y otra media do­cena de africanos asiente ante sus pala­bras, llega el español que les alquila la casa a él y a sus 19 compañeros. Juan Se­gura les cobra 10.000 pesetas mensuales a cada uno. No podría cobrar 200.000 pesetas al mes por esa casa -el mínimo impres­cindible de muebles y unas bombillas des­nudas- ni en el centro de Madrid. Es un hombre feliz. Le gusta hablar. Interviene en la conversación sin esperar a que se lo pidan.

"Aquí no hay racismo", afirma. "Una cosa es el racismo y otra cosa es la delin­cuencia. El problema es con los magrebíes. Es que no se lavan, y por eso no les dejan entrar en los bares. Con los negros no hay problema".

Mike y sus amigos se ponen tensos. Sus rostros no delatan ninguna emoción, pero sus ojos se endurecen.

"Cuando se sabe que los negros son del pueblo, no hay problema", continúa Juan Segura. "Los magrebíes toman, y muchos de ellos se vuelven locos. Pero aquí no hay racismo. No hay odio, que es lo que yo en­tiendo por racismo".

Mike y sus amigos casi ni pestañean. Juan Segura está satisfecho de sí mismo. Muestra una amplia sonrisa. "Sabes lo que me llaman aquí. Me llaman el jefe de los negros", se ríe. "Soy el jefe de los ne­gros". Vuelve a reír, con más fuerza. Nadie se ríe con él.

Sentado junto a Mike se encuentra Kwasi Menah, de Ghana. Fue uno de los hombres agredidos por la banda de imbé­ciles de Campohermoso. Le arrojaron pie­dras y le cortaron la oreja con un cuchillo. Al empezar la conversación, Kwasi parecía hundido, herido, humillado. Ahora parece furioso. Pero permanece en silencio.

Juan Segura no se calla. "Aquí no hay racismo. Yo entiendo a los negros. Yo los entiendo mejor que nadie". Por fin, al­guien al fondo de la habitación reúne el valor suficiente para musitar: "Tú, tú no entiendes nada". Juan Segura no le oye. Sigue sonriendo.

Al salir de la casa esa noche es imposible no sentir una tristeza terrible por la monótona indignidad de las vidas de estos hombres sin mujeres. Vienen a la mente imágenes vividas de cómo solía ser la Suráfrica rural antes de que cayera el apartheid. Los esforzados braceros cuya generosidad de espíritu se veía puesta a prueba hasta el límite por el baas, el jefe, que no sólo se enriquecía con el sudor de sus frentes, sino que les trataba, a diario, como si no fueran totalmente humanos: en el mejor de los casos, como si fueran niños; en el peor ("yo entiendo a los ne­gros", decía siempre el baas). como una raza canina curiosamente inteligente.

El trabajo agotador y las pobres condi­ciones de vida son menos difíciles de so­portar, paira unas personas con cerebro y sentimientos, que el goteo cotidiano del desprecio paternalista. Un día, la pacien­cia de esos superhombres se terminará.

Granada. "Todos somos racistas. Los negros con los blancos, los magrebíes con los negros, los blancos con los magrebíes. Y también los negros de un país con los negros de otro, y los magrebíes del Norte con los magrebíes del Sur. Todos. Es que la gente siempre teme lo que desconoce. Así es. Y si no aceptamos las cosas como son, nunca se va a resolver nada".

Luisa Capilla entiende de estas cosas. Es minusválida. De las que lleva un zapa­to con plataforma, uno más alto que otro. O, como ella dice: "¿Para qué darle tanta vuelta? Soy coja". Luisa sabe lo que es el prejuicio, la discriminación. Pero se lo toma con buen humor: "Nadie cuenta me­jores chistes de minusválidos y de negros que yo".

Luisa, de 37 años, está casada con un senegalés. "Mi marido es negro, negro. Hasta las palmas de las manos. Y nuestra hija, café con leche".

Su hija, Eva, tiene tres años. Luisa co­noció a su marido en 1994. "Se llama Seck, pero nos llamamos cari". Se casa­ron en una cafetería. "La boda fue increí­ble, muy divertida. Había negros, blan­cos, indios, cojos, tetrapléjicos. Mi madre llorando...".

Tuvo algunas dificultades con su fami­lia. "Al final, bien, muy bien: pero al prin­cipio, el problema era la sociedad. ¿Qué iban a decir los vecinos?".

Hay cosas que le indignan, pero que no se toma demasiado a pecho, que no le amargan la existencia. Como que. a veces, los taxis no le paren a su marido, no les de­jen entrar a él y sus amigos en una disco­teca. "También lo que tienes que oír, que la gente te diga, una vez que llega a cono­cer a un negro: 'Ése me cae bien, es que es distinto".

Luisa comparte el criterio de Albert Bitoden Yaka en cuanto a la terminología racial. "Yo insisto en llamar a las cosas como son. Un negro es un negro. Nada de morenos o gente de color. ¡Chorradas!".

La cruda franqueza de Luisa frente a los remilgos y miramientos de la sociedad contrasta agradablemente con las chorra­das institucionalizadas sobre los temas raciales que se ven en Estados Unidos. La obsesiva corrección política de los norte­americanos, su ansiedad de que no pa­rezca que están quebrantando los códigos cambiantes de etiqueta social, ha contri­buido a aumentar, en vez de disminuirlo, el clima de tensión social que define las re­laciones entre blancos y negros. El temor cotidiano de caer en el error de utilizar una palabra supuestamente equivocada domina el intercambio racial, y hace que la comunicación deje de ser natural, pier­da toda espontaneidad.

Luisa, modelo de gente sin complejos, cree firmemente en el valor de la sinceri­dad como forma de apaciguar las tensio­nes raciales. Pero ¿cuál es la solución de­finitiva para el problema?, ¿cómo vamos a ser capaces de vivir felizmente juntos?

Un marroquí de Almería piensa tener la respuesta. Belaíd, que trabaja en un centro de atención externa para inmi­grantes en un pueblo llamado La Mojone­ra, vive en España desde 1976. "Los políti­cos hablan mucho de la integración. No me entra esa palabra. Ésa no es la reali­dad. Lo que se busca es la tolerancia. La tolerancia es lo fundamental. La toleran­cia viene primero, y después, si la gente se integra o no, pues como quieran".

Luisa no está de acuerdo. "Está muy de moda esto de la tolerancia. Pero a mí no me gusta esa palabra, ni a mi marido. No nos gusta porque significa tener que per­donar la vida. El superior tolera al infe­rior. Ése es el problema. No hay que tole­rar. Hay que respetar. Ése es el ideal al que aspiramos. Respeto, respeto. Nada más".

Madrid. El valor de ese sencillo prin­cipio que expresa Luisa no se limita a su propia experiencia. Se puede aplicar tanto a los negros como a los minusválidos, los magrebíes o el vecino de al lado.

Uno de los líderes inmigrantes más importantes y con más experiencia de Es­paña, un hombre que debate la cuestión racial a escala nacional con las autorida­des gubernamentales, está de acuerdo con Luisa. Mustafá el Mrabet es el portavoz de la Asociación de Trabajadores e Inmi­grantes Marroquíes en España (ATIME): "La tolerancia", dice, "no sirve para nada. Implica desigualdad. A mí no me tienes que tolerar. A mí me tienes que respetar".

A Mustafá le gusta una frase de Walter Sisulu, el amigo más antiguo de Nelson Mandela, con quien compartió 25 años en la cárcel. En una entrevista concedida poco después de que le liberaran se le pre­guntó si podía definir por qué había dedi­cado los últimos 60 años de su vida a la lu­cha política. "Sí", contestó Sisulu, "es muy fácil. He luchado por el respeto común". "Ordinary respect", decía Sisulu. Un res­peto normal y corriente. Sin adornos ni concesiones.

"Sí, es eso exactamente", dice Mustafá, admirado por la sencillez lapidaria de la frase. "Porque tampoco queremos que los inmigrantes tengan un trato especial. Que­remos ser parte de la evolución normal de la sociedad. Queremos diluirnos en esta sociedad, pero guardando lo nuestro. La opinión pública debe saber que hay cosas no negociables, como, por ejemplo, conver­tir a los musulmanes a otra religión".

Desde la cúspide de la sede nacional de la ATIME, con sus 14 delegaciones y sus 15.000 afiliados, Mustafá seguramente ma­neja más información sobre los inmigran­tes que cualquier otra persona en España. Pero, más que nada, la entiende. La sabe analizar. Campohermoso, por ejemplo. "Esto es lo que ocurre en pueblos pobres que de re­pente se vuelven muy prósperos: que no han pasado por una transición social, que no tienen educación política. Pasan de peones a empresarios en nada, sin forma­ción, sin recursos humanos, sin sensibili­dad para otras culturas y religiones. ¡La hipocresía de esta gente! Se quiere a los in­migrantes para trabajar, pero no en el pue­blo, en los pubs, en los parques. La para­doja es que los necesitan, hacen un traba­jo imprescindible para la economía, que el español no quiere hacer, pero los tienen que tratar así".

Mustafá tiene interés en destacar que los españoles que no viven en Campoher­moso no deben refugiarse en la idea de que es un problema ajeno, que las culpas se limitan a un pequeño rincón del desier­to. "Campohermoso no es una aberración. Tampoco lo fue Terrassa, en Cataluña, donde todo un pueblo se levantó hace poco contra los inmigrantes. Estas cosas pue­den ocurrir en cualquier ocasión y en cualquier lugar donde las condiciones de vida de los inmigrantes, las actitudes de los españoles, son idénticas".

Mustafá opina que los políticos no han asumido sus responsabilidades a este res­pecto. "Nosotros se lo reprochamos a todos los partidos. No han hecho lo suficiente para normalizar la situación de la inmi­gración, y no sólo a nivel institucional, sino, y esto es más fundamental, para transmitir mensajes de convivencia a la opinión pública. Decirles que la inmigra­ción no es un monstruo, sino un factor de enriquecimiento. Tienen que reconocer que el modelo de sociedad está cambiando, porque la gente se queda y tiene hijos aquí. Tienen que coger el toro por los cuer­nos antes de que las cosas se les vayan de la mano, antes de que tengamos otros Campohermosos, otras Terrassas".

Por otro lado, Mustafá reconoce que existen razones para confiar en que España no siga la senda del populismo de extrema derecha tan extendido entre ciertos secto­res de Austria y Francia. "Aquí no hay un Le Pen. Aunque sí hay un sector que tacha a los inmigrantes de delincuentes, de ser la causa del desempleo. Que son posiciones basadas en la ignorancia total. Ahora po­dría aparecer un populista que aglutine esos sentimientos, pero el clima político ac­tual en España no conduce a eso".

Lo cierto es que cualquier malestar que algunos españoles puedan experimen­tar como consecuencia de la presencia cre­ciente de inmigrantes africanos en nues­tro país no es más que un producto de la imaginación al lado de los problemas muy reales sufridos por unas personas que se han visto obligadas a huir de sus países por pura desesperación económica.

Zeferino Zeka Martins, un cura cató­lico de origen angoleño, se estableció en Madrid hace nueve años. Su parroquia son los inmigrantes de África; no los magrebíes, sino los negros. Son personas, dice Zeferino, que padecen una profunda tristeza. "En África se vende Europa como el paraíso. No lo es, pero es una cuestión de orgullo quedarse, muchas ve­ces, aunque lo pasen mal. Quizá en mu­chos casos estén económicamente mejor, pero espiritual y humanamente hablando están mucho peor".

Zeferino ha constatado que esa visión que tienen los de Campohermoso de que "los negros son más buenos que los mo­ros" es compartida, como se ha compro­bado en numerosas encuestas, por la gran mayoría de los españoles. "Los magrebíes sufren el peso de la historia", reconoce Zeferino. Mientras que los negros, en la percepción simplista de muchos, son los pobrecitos negros sonrientes a quienes se ayuda en las colectas de la iglesia o el co­legio. Clasificar a los negros como buenos resulta tan despectivo como clasificar a los moros de malos. Es negarles su indi­vidualidad. Es tan ridículo como decir que los españoles -o toda la gente de raza blanca- son buenos o malos.

El hecho de que se detecte un racismo más crudo hacia los magrebíes que hacia los africanos subsaharianos no le sirve de gran consuelo a Zeferino. "El negrito, has­ta que no se convive con él, con tal de que se le mantenga a una buena distancia, es una atracción".

Entonces, a juicio de Zeferino, ¿los es­pañoles son racistas? "Mira, cuando el es­pañol va descubriendo que hay gente ne­gra inteligente, con posibilidades, está muy dispuesto a darles una oportunidad. Desde pequeños empresarios hasta profe­sores universitarios o políticos. Los hay. Suficientes como para alimentar la espe­ranza. Pero no muchos".

¿Y en cuanto a la mayoría? "El hombre tiende a afirmar lo suyo, su identidad, y ante lo desconocido crea cierta barrera. No hay que ir tan lejos como esto del ra­cismo. Aquí en España se tienen estas ide­as fijas sobre los vascos o los catalanes. Es la misma mentalidad".

Cataluña. George Orwell, que da nombre a una plaza de Barcelona, escribió en 1945 un ensayo titulado Notes on natio­nalism (Apuntes sobre el nacionalismo). En él define el "hábito mental nacionalista" como una pauta que sirve también para el racismo y el odio de clases. "Al decir na­cionalismo ", escribe, "me refiero, en pri­mer lugar, a la costumbre de suponer que los seres humanos se pueden clasificar como insectos, y que es posible aplicar tranquilamente a grupos enteros de millo­nes o decenas de millones de personas la etiqueta de buenos o malos".

Un ejemplo que no cita Orwell, pero que ilustra su argumento, es la tendencia que existe en España, más que en la ma­yoría de los demás países occidentales, a clasificar a la gente con arreglo a su re­gión de origen: "Los gallegos son así", "Los vascos son asá". O esa persona que dice que detesta a los catalanes aunque nunca haya estado en Cataluña. Semejan­tes afirmaciones implican siempre que la región de la que procede el que habla -ya sea gallego, vasco, catalán o madrileño- es intrínsecamente superior.

Como lo interpreta Orwell, el naciona­lismo es competitivo, paranoico y necesa­riamente ignorante. "La indiferencia ante la verdad objetiva se fomenta cuando uno se cierra a una parte del mundo".

El cónsul de Gambia en Barcelona, Juan Antonio del Moral, llega a conclu­siones curiosamente similares. "Somos un país racista", dice, en referencia a su país natal. España. "Estas distinciones que se hacen entre racismo, xenofobia, clasismo: nada. Es todo igual. Es el desprecio de unas etnias hacia otras. Es cuando la gen­te defiende a capa y espada sus diferencias con otros. Los nacionalismos predican la diferencia de, te consideras superior a, y surge el racismo, el clasismo, la xenofobia. Da lo mismo qué nombre le pongas, por­que los resultados son los mismos. Por ejemplo, quemar casas".

Los simpatizantes de ETA lo hacen en el País Vasco. Como lo hacen unos ra­cistas con la misma estrechez mental en Banyoles, en la provincia de Girona.

Juan Antonio del Moral, que es tam­bién abogado, experto en la ley de extran­jería representa a los gambíanos víctimas de un incendio provocado en Banyoles el 19 de julio. Sucedió hacia la una de la ma­drugada. Era una casa de tres plantas. En aquel momento se encontraban en la casa 20 inmigrantes gambíanos. incluidos va­rios niños pequeños. Todos saltaron fuera para salvarse. La madre de tres de los ni­ños, Fatumata Touray. se rompió las dos muñecas, el fémur derecho y varios dien­tes en la caída.

Su marido, Batakeh Sahonen, da gra­cias a Dios de estar vivo. Al Dios musul­mán. Tal vez sea ése el problema. Los in­migrantes musulmanes de Banyoles han obtenido recientemente el permiso para construir una mezquita en la ciudad, pese a la oposición de numerosos resi­dentes locales. Si ése es el motivo. Batakeh no sabe por qué le ha tocado a él. "Tampoco sé por qué unos días antes de que quemaran la casa, dos chavales se me acercaron una mañana en la calle y me empezaron a decir de todo, a amenazar­me: 'Negro cabrón. Hijo de puta. Os ma­taremos a todos".

Batakeh está en España desde 1984. Llegó con un visado de turista, en avión. Trabaja en una fábrica de cuero de Banyoles desde 1988. Es uno de esos a los que Zeferino, el cura angoleño, califica de es- piritualmente miserables, aunque econó­micamente esté mejor de lo que estaría en su país. Quizá sus hijos decidan permanecer en España para toda la vida. Van al co­legio en Banyoles. Hablan catalán, a dife­rencia de Batakeh. "Pero yo sí quiero vol­ver a Gambia. A vivir ahí una vez más. Lo haré. Si Dios quiere. Un día".

Del Moral, menos temeroso de hacer­se oír que Batakeh y su familia, no tiene dudas de que el incendio está directa­mente relacionado con el problema de la mezquita. Está seguro de que han escogi­do a Batakeh para insultarle en la calle porque, a diferencia de otros musulma­nes menos devotos, él lleva túnica y el go­rro religioso.

"Yo sé que el autor, o los autores, nun­ca se va a saber quiénes son", dice Del Mo­ral. ¿Por qué? "La investigación ha sido deficiente y la gente tiene miedo. Bastante gente debe de saber quién lo hizo. En estos pueblos es difícil mantener un secreto. Pero dudo mucho que esto se resuelva".

Si el caso se aclarase, tal vez podría tranquilizar a Antonio Ramírez y su mu­jer, Paciencia Obono, que viven cerca de allí, en Santa Coloma de Farners. Él es blanco y ella negra, de Guinea Ecuatorial. Viven juntos y tienen un hijo de un año. Planean casarse.

"Tenemos el temor de que se extienda lo que ha ocurrido en Banyoles y en Terrassa", dice Antonio. "De que tengamos que sufrir las mismas consecuencias. No tenemos seguridad total. No sabemos si un día habrá una agresión".

El ambiente en el que viven Antonio y Paciencia es diferente del que conocen Luisa y su esposo, Seck, en una ciudad grande como Granada, en la que es difícil eludir el recordatorio diario de que no debe despreciarse a las personas de otras culturas y piel más oscura. En lo que sí se parecen sus circunstancias es que la fami­lia de Antonio, que procede de Jaén, ha acogido también a Paciencia como a una hija, después de ciertas dudas iniciales inevitables.

Sin embargo, en el pueblo, en el bar que posee Antonio y donde trabajan am­bos. el peso del racismo es palpable. Nada espectacular. Nada que cause dolor físico. Es un goteo diario que mina la moral y obliga a combatir para mantener la digni­dad. "La gente, a veces, viene al bar y nos mira con mal ojo", explica Paciencia.

"A mí me preguntan en el bar: '¿Está aquí tu mujer todavía?', con la idea por detrás de que ella se ha unido conmigo no por amor, sino porque quiere conseguir sus papeles", dice Antonio. "Es una falta de respeto total. Vas siempre con pies de plomo, consciente de lo que dice la gente".

Antonio tiene un trasfondo de amar­gura cuando habla, una ira que le empuja a hacer afirmaciones sobre sus compatrio­tas que quizá son un poco duras. "España es uno de los países más racistas que hay", asegura. "Más racista que otros países eu­ropeos. Y si hubiera una población grande de inmigrantes aquí, como en Inglaterra, Alemania o Francia, estaríamos peor".

Es posible. Pero también podría ocu­rrir todo lo contrario. Tal vez el problema en España sea que la gente no ha tenido el contacto suficiente con gente de otros co­lores, religiones y culturas. Quizá cuando lleguen más inmigrantes, los españoles si­gan el ejemplo de Antonio y Paciencia. Puede que se enamoren y tengan hijos. Que es la única solución definitiva para que la humanidad elimine el racismo de la faz de la Tierra.

No ocurrirá a corto plazo. Mientras tanto, lo que España debería hacer es in­tentar sentar un ejemplo para el resto de Europa, donde la inmigración seguirá siendo, probablemente, una cuestión so­cial y política fundamental durante mu­chos años. España, que empieza a lidiar con un problema en el que otros han fra­casado, debe plantearse un reto. Conver­tirse en un modelo de relaciones entre ra­zas para el resto de Europa. Y hacer de ello un símbolo de orgullo nacional.

¿Cómo conseguirlo? Escuchemos al es­critor George Orwell, que aconseja reco­nocer, en primer lugar, que esos senti­mientos nacionalistas, o racistas, forman parte de la condición humana. Lo que hace falta es lo que Orwell denomina un "esfuerzo moral" para impedir que dichos sentimientos "contaminen nuestros pro­cesos mentales".

Hay una manera de impedir que ocu­rra esa contaminación: un método muy sencillo, pero al mismo tiempo -por lo que indica el triste historial de la humanidad- increíblemente difícil. Se trata de aplicar el principio al que ha dedicado su vida el viejo amigo de Mandela. Mostrar a la gen­te, a todas las personas, un respeto normal y corriente.

Un grupo de inmigrantes salta una valla con escaleras en la frontera de Melilla.
Un grupo de inmigrantes salta una valla con escaleras en la frontera de Melilla.FRANCIS TSANG
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