Las arañas saben de ritmo
El festival gratuito Notte della Taranta hace bailar en el sur de Italia a miles de jóvenes y mayores mezclando música tradicional y artistas internacionales.- Diego El Cigala cancela su actuación por a un luto en la banda
A la tarántula la edad de su víctima le da igual. Llega, atrapa y muerde, ya se trate de un niño o de un anciano. De ahí que tres generaciones bailaran anoche en la Apulia, el tacón de la bota italiana, embriagadas por las notas hipnóticas de la pizzica, esa música popular que según la leyenda servía en la antigüedad para curar a las mujeres picadas por la pérfida araña. Y cada uno de los miles de presentes (120.000 según la estimación muy optimista de los organizadores) en la enorme plaza del exconvento degli Agostiniani de la minúscula aldea de Melpignano se dejaba envenenar a su ritmo: una decena de jóvenes saltaba y giraba eufórica en torno a una jarra de vino, ídolo profano de su fiesta; metros más allá, una pareja anciana disfrutaba de su baile a cámara lenta. Era el carnet de presentación de un festival gratuito que desde hace 14 años celebra su Notte della Taranta.
Tambores, violines y armónicas dominan una música a menudo frenética que echa sus raíces hasta la Edad Media. Para homenajearla y evitar su olvido nació esta cita que cada año mezcla la tradición de las sinfonías populares de su tierra con estilos, artistas e instrumentos de todo el mundo y todo el abanico musical. Del blues y de Inglaterra llegaba por ejemplo Justin Adams, guitarrista que colaboró con Brian Eno y Sinéad O'Connor y definía el festival como "único". "En muchos países hay músicas tradicionales que están desapareciendo. Deberían venir aquí y ver qué pasa", aseguraba antes de su actuación.
Se refería a una atmósfera alegre y contagiosa que caracterizaba la cita desde su arranque. Con las primeras notas y el atardecer de la Apulia de fondo, un grupo de jóvenes malabaristas se exhibía con los bolos mientras varias familias apuraban su picnic tumbadas en el césped. "Es una música para todos, que los abuelos cantaban y sus nietos han absorbido", explicaba Ludovico Einaudi, pianista clásico con pinceladas de pop encargado de dirigir la noche y ofrecerles un rumbo a los distintos planetas musicales que se habían congregado en Melpignano.
"Conocía el recorrido de cada uno de los invitados y tenía claro cómo podían contribuir. Es como en las calas de un barco: cada uno aporta su trabajo para que las máquinas funcionen", aclaraba Einaudi. Artistas de Gambia, de Turquía y de Malí habían acudido a ofrecer sus acordes para la renovación de la pizzica, junto con la Orquesta de la Notte della Taranta. Aunque faltaban dos de las mayores apuestas internacionales de la cita. Una de ella estaba en Jeréz.
El cantor flamenco Diego El Cigala iba a protagonizar el espectáculo hasta que, hace cinco días, su manager avisó por SMS a la organización de que no se dejaría ver: al parecer, el padre de su guitarrista había fallecido. La discográfica Ponderosa, encargada de traer a la mayoría de los artistas invitados, intentó ponerse en contacto con él pero no hubo manera. "Sabíamos que con El Cigala podría pasar, pero si tienes un compromiso hay que cumplirlo", sostenía Titti Santini, responsable de la discográfica. La baja del Cigala fue el segundo ataque a la credibilidad de Ponderosa, que el 24 de agosto había enviado en balde a un empleado a recoger al aeropuerto al grupo folk irlandés The Chieftains. Nunca cogieron ese vuelo. Ayer seguían en Dublín ya que un médico le había recomendado al líder de la banda, Paddy Moloney, de 73 años, evitar durante un tiempo todo tipo de esfuerzo. "Dos goles encajados, aunque imparables, no mejoran la fama del portero", reconocía Marco Castellani, de Ponderosa. Santini en cambio se hacía el diplomático y afirmaba que el show no se vería afectado lo más mínimo.
De Japón por lo menos sí habían llegado los Taiko Drummers, un grupo de percusionistas nipones que encendieron la noche haciendo latir el tambor gigante que pulsaba en el centro del escenario. Un ritmo tribal que buscaba "la purificación", la clave que según el líder de la banda, Joji Hirota, acerca la pizzica a las canciones que ellos tocan a miles de kilómetros. Adams en cambio veía un hilo conductor algo más místico: "Debe de haber habido algún alquimista de la música que hace 4.000 años creó ese ritmo común a todas las canciones populares, ya sean en Europa o en África". Aficionado del continente negro, Adams tocó una suerte de blues africanizado junto con el gambiano Juldeh Cámara.
Culturas y edades distintas se unían en uno de los mensajes fundamentales del festival, que se trasladaba también a lo social. "Hubo una época en la que nuestro muro de Berlín era el Mediterráneo. Estábamos aislados. Entonces empezó a circular por nuestra región gente extranjera, que nos pidió amistad y dignidad y nos dio nueva linfa vital", recordaba Sergio Blasi, el asesor cultural de Melpignano cuyo cerebro parió el festival. Con ecos de las revueltas árabes y de la odisea trágica por mar de los inmigrantes sin papeles (un documental recordaba los 20 años desde que los primeros albaneses desembarcaron en la Apulia), la Notte della Taranta lanzaba un mensaje de lucha por la integración. "No pierdas la rabia, ¡dánzala!", animaba una cantora local.
Massimo Bray no tenía razones para la rabia. El presidente de la Fundación de la Notte della Taranta defendía que el festival había costado unos 920.000 euros (el 84% de los fondos son públicos) pero recaudaría mucho más: "Tres euros directos y ocho de forma indirecta por cada euro invertido, según un estudio de la universidad Bocconi de Milán".
De ser cierto, sería otra nota afinada de una cita que ha resuelto con éxito su ecuación musical. A medida que pasaban las horas, cambiaban las canciones, los instrumentos, los sonidos y la pizzica abría sus brazos a las influencias del rap o de la kora del maliense Ballaké Sissoko. Ludovico Einaudi acompañaba con su piano cada nueva aparición. A veces el ritmo perdía fuerza pero el público continuaba hechizado por la mística picadura: los locales cantaban todas las canciones, a los demás les bastaba con dejarse llevar por un sonido que obligaba a moverse.
Eso sí, al terminar el concierto, sobre las 3.30 de la madrugada, el veneno por fin hizo mella en muchos. Los mayores ya descansaban en casa. Muchos jóvenes lo hacían en el césped de la plaza. Otros sin embargo seguían alimentando con sus tambores esa magia que durante toda la noche les había hecho sonreír y agitar el cuerpo. La mejor demonstración de que ese alquimista de hace 4.000 años sabía de lo que hablaba.
Babelia
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