Mi amigo, Joaquín Sabina
El cantautor y periodista Joaquín Carbonell publica una larga biografía del músico repleta de anécdotas y testimonios de su entorno
Aquel domingo 9 de abril de 1978 para Joaquín Carbonell fue un día surrealista. A las tres de la tarde, justo cuando el cantautor, su guitarrista y el músico Iñaqui Fernández abandonaban Zaragoza rumbo a Madrid, donde esa noche darían un concierto, la mujer de Fernández llamó para avisar de que se había puesto de parto. De hecho, estaba tan de parto que no hubo tiempo ni para llevarla al hospital: el niño nació en la parte trasera del Seat 600 con el que el grupo intentaba trasladarla a la sala de Urgencias. Horas y kilómetros más tarde, los tres terminaban su actuación en el escenario de la Escuela de Ingenieros de Madrid. Fue entonces cuando un hombre de pinta rara, delgado, con barba y un acento andaluz muy cerrado, fue a saludarles. "No recuerdo si llevaba su típico sombrero negro. En esa época mucha gente se acercaba tras un concierto. Fue uno más", cuenta Carbonell. Sin embargo, respecto a los otros, ese uno más tenía un nombre y un talento que harían la historia de la música española: se llamaba Joaquín Sabina.
El cantautor y el (entonces) uno más se hicieron amigos y más de 30 años y decenas de juergas después de aquél concierto, la mezcla de anécdotas y declaraciones de Sabina y de su entorno, por un lado, y de la experiencia personal de Carbonell con él, por el otro, ha dado a luz Pongamos que hablo de Joaquín, biografía del músico que Ediciones B acaba de publicar. En 535 páginas y tres años de trabajo Carbonell pone sus tres facetas a disposición del lector: "Lo he conocido, canto y escribo canciones como él y soy periodista. No se puede decir que sea un libro aséptico". Antiguas entrevistas de Sabina, las letras de sus canciones más desconocidas (La computadora, por poner un ejemplo) y las opiniones de unos "20 personajes que fueron íntimos suyos" abren una ventana fascinante sobre el mundo del cantautor. Solo hay una ausencia, aunque previsible: la del propio Sabina.
"Tenía mucho material y no me hacían falta declaraciones suyas exclusivas", explica Carbonell. Aún así, le escribió y le llamó por si quería añadir algo. Pero las cartas no recibieron respuesta y nadie cogió el teléfono. "Él es así. Igual te dice que vayas a Málaga a verle al día siguiente y luego no está. No llama, no acude. No tiene urgencia de los demás, mientras que los que le conocen acaban teniendo una dependencia afectiva de él", explica Carbonell. Según el periodista, Sabina tiene un sentido peculiar de la amistad: "En la distancia falla, pero cuando está es muy afectuoso. Si ahora entrara por la puerta, me daría un abrazo, un beso con la lengua, y nos iríamos a tomar una caña".
En cualquier caso, una miríada de voces y anécdotas se encargan de desplegar por el libro la esencia de Sabina. El músico fiestero y bohemio queda reflejado en las noches madrileñas en la sala la Mandrágora, donde "una banda de cantautores pirados hacían humor y querían cambiar el mundo", relata Carbonell. El talento cristalino y algo loco aparece en el exilio londinense, cuando Sabina se ganaba la vida tocando la guitarra en un restaurante y el exbeatle George Harrison le dejó una propina. Pero también está el Sabina íntimo, que sufre por no poder atender a las llamadas de sus amigos, como cuenta su antiguo chófer Curro Martínez.
"Si una librería me vendiera un libro sobre Sabina que no hablara de drogas, prostitutas y alcohol, la denunciaría por estafa y pediría que me devolvieran el dinero", afirma Carbonell. Por tanto, en Pongamos que hablo de Joaquín la vida loca sabiniana es otra de las facetas imprescindibles. "Una vez salimos de fiesta por Zaragoza con unas chicas. En un momento dado yo me fui y al día siguiente me contaron que a las 10 de la mañana seguía de juerga por el barrio de las Delicias. Lo más fuerte es que esa tarde tenía un concierto en Vitoria", recuerda el autor. Como suele decir, Sabina se hizo músico para ligar y salir de fiesta. Y llevaba su palabra hasta las últimas consecuencias, pese a la leyenda de que en realidad no bebe, sino que tan solo llena su vaso de hielo. Para Carbonell, bajo su sombrero negro, copas y acordes son dos caras del mismo artista: "Como Georges Brassens, canta lo que vive y vive lo que canta. Lo que más me gusta de él es su genialidad para escribir canciones, no conocí a nadie con ese talento".
El último periodo del artista respalda el teorema de Carbonell. El ictus que Sabina sufrió en 2001 cambió su existencia y su arte. De repente se acabó la fiesta: delirios, alcohol y otras sustancias quedaron atrás, y con ellos parte de su poesía. La vida que cantaba en álbumes como Malas compañías, Yo, mi, me, contigo, y 19 días y 500 noches ya no existía. "Si no hubiese parado, ya estaría bajo tierra. Ahora vive una existencia burguesa, que es lo que más ha odiado", asegura Carbonell. "Es un hombre preso de su popularidad, que añora su pasado. Una vez dijo que no había nada peor que triunfar en un concierto en Buenos Aires y no poder ir a beber al Rio de la Plata porque otra actuación al día siguiente te obligue a quedarte en el hotel viendo la tele", remata el periodista. Es lo que tiene llamarse Joaquín Sabina: ser uno más solo le duró una noche de abril de 1978.
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