Manuel Vicent, el ojo del cuerpo
El escritor valenciano se zambulle en las sensaciones primitivas de la memoria para explicar su mundo
Entre los mitos, la sospecha del glamour y la luz del Mediterráneo, Manuel Vicent ha sobrevivido con su literatura a una memoria en ruinas. Nacido con la guerra, el escritor ha empujado sus símbolos y ha destrozado algunas leyendas. Todos es carne y hueso en Vicent, todo sensación y recuerdo. La pura observación con los ojos del cuerpo, desgranada ayer en el curso Lecciones y maestros, que ha clausurado hoy el autor en Santillana del Mar. Vicent despertó a la vida, a la conciencia y al uso de razón entre unos escombros. Fue en un balneario. "Había pérgolas y bañeras con garras de león, también un espacio intacto. Un cinematógrafo y un salón donde en los buenos tiempos pasaban películas de cine mudo". El lugar se convirtió en un hospital de campaña, con sangre salpicada en las paredes y olor a formol. Eso le hizo incapaz de distinguir entre realidad y ficción. "En los muertos y los héroes, en el glamour de las estrellas y la crueldad de la guerra, en esa doble vertiente, entre la estética y la moral, está el fundamento de mi literatura".
Allí y en otros páramos discurre el mundo creativo de Vicent. Entre cuatro elementos que lo rodean como unas capas de cebolla, como destacó David Trueba, que presentó al escritor: "El juego entre la materia y la memoria, el deseo y la muerte", comentó el cineasta, articulista y novelista. También recordó la importancia de espacios sagrados en su mundo, como los cafés y las mesas donde se juega al póquer.
Lugares donde se desarrolla buena parte de su obra, la periodística y la novela. Pero también la memoria, o la experiencia encerrada en las cinco obras de las que el autor quiso hablar: Contra paraíso, Tranvía a la Malvarrosa, Jardín de Villa Valeria, Verás el cielo abierto y León de ojos verdes.
La primera contiene la verdadera y profunda esencia de toda su literatura. El despertar de los sentidos. "La infancia es patria común. En ella se constituye el estado de la naturaleza. Esa patria consiste sólo en un nudo de sensaciones: los primeros aromas, los primeros sabores, las primeras visiones, las primeras canciones, las primeras caricias...". La frontera entre el paraíso y el infierno: "Cualquier paraíso siempre es un paraíso perdido. Cualquier infierno siempre es presente".
La adolescencia ruge en Tranvía a la Malvarrosa y el sueño de la libertad en Jardín de Villa Valeria. Siempre en sus narraciones palpita una verdad ineludible: "Debajo de la belleza está la corrupción, debajo de la destrucción renace siempre la belleza". Bailando en torno a ese nudo gordiano se mueven todas las palabras de Manuel Vicent.
También a caballo de un largo viaje hacia el placer. "El máximo placer de las cosas y de los sentidos se produce en la línea divisoria donde comienza la prohibición, el lado oscuro o negativo del Edén". Son cosas de los dioses, porque la mitología contempla y se nutre de vida en la visión moderna que de ella nos devuelve Vicent. Un mundo poblado de Dioses donde la tiranía del monoteísmo no se contempla sino como una amenaza.
El suyo es un mundo de cosas tangibles y digeribles con el cuerpo. Donde reinan más las naranjas que los cirios, donde canta Ray Charles y orbita la ética de Camus o ante todo el tarro de mermelada de su abuela: esa verdad a la que, según Trueba, Vicent se agarra cuando se vienen abajo todos los valores.
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