La soledad del dueño de una muñeca hinchable
Según la Biblia, Dios creó a la mujer para que el hombre no estuviera solo. Pero, ¿y qué pasó cuando la mujer dejó atrás este inicio como arma de consuelo masivo? Pues que apareció la muñeca hinchable.
El invento del siglo XX, que sustituye en la parte lúbrica y lúdica de la psique masculina a las antiguas estatuas de mármol y a los maniquíes, ha jugado a partes iguales a ser solución sexual y sentimental de la soledad de sus propietarios. Y como su eclosión viene de la mano de los plásticos, de ese derivado del petróleo que ha marcado a la humanidad durante los últimos 120 años, era lógico que su plasmación artística se realizará en otro producto 100% coetáneo: el cine.
En la pantalla, las muñecas hinchables parecen más amigas del alma que juguetes sexuales. Ambas facetas las muestra Hirokazu Kore-eda en con su último filme, Air doll, estreno hoy en España. En Air doll, la protagonista, Nozomi, una muñeca hinchable, despierta un buen día y descubre que tiene corazón y, por lo tanto, ansias de vivir más allá de las cuatro paredes que le aprisionan y del uso sexual diario que recibe por parte de su dueño, un timorato camarero. Nozomi es una pinocho que huye del Gepetto que todas las noches abusa de ella. Sin dejar de ser muñeca hinchable, es decir, de contenido aéreo y continente frágil, la chica empieza a trabajar en un videoclub, lugar que sirve de encuentro de tipos solitarios y de almacén de vidas e historias maravillosas -las que salen en las películas- sustitutivas del día a día plano de cualquier cliente que alquila una cinta o un DVD. Kore-eda conoce profundamente la soledad: no solo es japonés, parte de una sociedad dura y algo despiadada (aunque en índice de suicidios les ganen los países escandinavos), sino que sus dos trabajos más populares en España, Nadie sabe y Still walking, reflexionaban sobre diversos aspectos de la incomunicación y el aislamiento. Air doll tiene poesía, tiene amor y una protagonista valiente, que afronta con ciertas dosis de sabiduría naïf y algo de realismo hosco (en un momento dado, confiesa: "Porque tengo corazón, miento") su paseo por la vida de los seres humanos. Impagable la secuencia en la que asume su naturaleza consoladora y acaba enjuagando con jabón su vagina extraíble de látex en un lavabo.
Por supuesto, Nozomi no ha sido la primera muñeca hinchable en despertar a la vida humana. En Dead doll (2004), un escultor embalsamaba a su novia, para usarla como juguete sexual... hasta que resucita y entra en modo venganza. En Maniquí (1987), el objeto no es una muñeca, cierto, pero el protagonista, un escaparatista, descubre en un maniquí a su mujer perfecta. Y esta -encarnada acertadamente por Kim Cattrall (Sexo en Nueva York)- renace a la vida porque en realidad era una momia egipcia. El lado más lúbrico y sexual de las muñecas se podían ver en Los productorex (2007), donde se marinan un rodaje porno, unos adolescentes emprendedores, Carmen Electra y el látex; o en Aquellas juergas universitarias (2003), en la que Will Ferrell defiende que su mejor compañera para toda la vida debe ser una mujer de plástico y boca eternamente abierta. Y puro deseo son las miradas -y la relación- de la azafata Elaine a los pilotos automáticos hinchables de su vuelo, ahí está Aterriza como puedas.
También las muñecas hinchables son el refugio de los solitarios, de minusválidos emocionales. Si en Francia aliviaron la rutina de Albert Dupontel, que encarna a un tipo aburrido hasta que a su existencia llega Monique (2002), en España tenemos dos obras maestras del género: No es bueno que el hombre esté solo (1973), de Pedro Olea, y Tamaño natural (1974), de Luis García Berlanga. En la primera, José Luis López Vázquez disfrutaba de la dicha sentimental que tantos celos acaba despertando en el protagonista de la segunda, Michel Piccoli. Dos agudas miradas a la soledad, un par de aciertos cinematográficos.
Aún queda otro punto de vista sobre las muñecas hinchables y sus dueños: el de la gente que les rodea. Y ahí dio en la diana Lars y una chica de verdad (2007), cuando un silencioso Ryan Gosling presentaba a su hermano, a su cuñada y a todos sus vecinos de su pequeño pueblo a su novia extranjera, recién llegada de tierras más calurosas. Daba igual que no fuera de carne y hueso o que no hablara: la muñeca hacía amigos y hasta encontraba trabajo para felicidad de su pareja, gracias a la mirada comprensiva de sus conciudadanos. Con ciertos momentos de lirismo rural, es cierto que no llegaba a la altura de la poesía de Air doll, urbana, asfáltica y realista. Porque en cuestiones de soledad, Kore-eda es el experto.
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