Pasos necesarios para encontrar a un lector
¿Encontraría al lector? Esa era la pregunta de la mañana antes de partir desde el kilómetro cero de España hacia la Feria del Libro de Madrid . Accesorios para la travesía experimental: paraguas y gabardina (a pesar de que hoy debe ser cuarenta de mayo, fecha establecida por la sabiduría popular española para quitarse el sayo).
El camino está plagado de interrogantes. ¿Cómo será el lector (o la lectora)? ¿Analógico o digital? ¿Quizá un lector-hembra cortazariano? ¿Un audaz saltador de capítulos en zig-zag? ¿Con qué obra andará ensimismado? ¿Será capaz de permanecer ausente del ajetreo feriante? ¿Qué razones le permiten pasar la mañana viajando de frase en frase?... Y lo más importante: ¿querrá hablar con un desconocido?
El sol encuentra una rendija entre amenazantes nubarrones negros a las 9.35 e ilumina el Km. 0, "Origen de las carreteras radiales", sobre la acera de la Puerta del Sol. Dos turistas italianos intentan localizar "Santiago de Compostela, Andalucía y Salamanca" en la península ibérica grabada sobre el asfalto. Y aciertan. Un agente de la Guardia Civil tocado con tricornio presencia la escena desde la vecina entrada a la sede de la Comunidad de Madrid. No se divisan muchos viandantes. Ni lectores.
Cien pasos más adelante en dirección a la Calle de Alcalá, a los pies de la estatua del Oso y el Madroño, cuatro hombres-anuncio ataviados con chaleco reflectante vocean que muy cerca de allí se vende oro. Las anchas aceras del primer tramo de Alcalá permiten caminar sin tropiezos con los demás peatones y observar con distancia a los intermitentes fumadores callejeros a las puertas de los cafés y los edificios oficiales, congelados por el viento borrascoso. También los hay valientes -o inconscientes- que cruzan con el semáforo en verde para los vehículos el paso de cebra de la esquina de Alcalá con Virgen de los Peligros. Y eso que el tráfico de vehículos es fluido calle arriba. Después de 750 pasos desde el Km. 0, una luz, una esperanza: un lector. Pista falsa. Lamentablemente, consulta un callejero. Al otro lado de la calle se divisa la librería Antonio Machado, junto al círculo de Bellas Artes. Crucemos.
En la acera derecha tampoco hay lectores. Pero sí un grupo de sindicalistas. Se disponen a marchar desde de la glorieta de Cibeles hasta la Puerta del Sol. "Vamos a protestar por el borrador de la Ley Postal", explica Pedro, de 55 años, cigarro en una mano y globo en la otra. Pedro es responsable sindical de CSI-F. Comisiones Obreras, CGT y el Sindicato Libre también están convocados a la manifestación. Les vigilan, por el momento, siete agentes de la Policía Nacional apostados junto a tres lecheras de antidisturbios. Empieza a llover.
Un nuevo rayo de esperanza brilla casi a la entrada de la Feria del Libro, una vez recorridos poco más de 2.600 pasos desde el Km. 0 de España y cruzar al menos siete pasos de cebra (uno de ellos, sin semáforo), dos glorietas (Cibeles y Puerta de Alcalá), cuatro bocas de metro (una de ellas, con intercambiador de cercanías), seis ministerios y varias consejerías autonómicas, la sede del Ayuntamiento y la de la Comunidad de Madrid, cinco Bancos (uno de ellos, el Banco de España), un puñado de Cajas de Ahorro y corredurías de seguros, nueve quioscos de prensa (poco concurridos), dos iglesias (menos concurridas todavía), un puesto de cupones de la ONCE, otro de Cáritas, una librería (Antonio Machado), un centro cultural (Blanquerna), un teatro (el Bellas Artes), el Instituto Cervantes y una estatua ecuestre (de Espartero). Se aproxima una lectora, no cabe duda. Parece joven y camina a paso ligero con un artefacto de hojas blancas con letra impresa. Varios post-it marcan las páginas de su libo, fotocopiado y encuadernado con canutillo de anillas. Se niega a interrumpir su trayectoria. Tiene cara de examen.
La entrada a la Feria del Libro está cerca. A pesar de la frondosa vegetación al otro lado de la verja, apesta a CO2 vomitado por los vehículos que transitan la bifurcación entre las calles de Alcalá y O?Donell. El cielo alterna nubes espantosas con claros de un azul refulgente. A las 10.45, tras cruzar la Puerta de Madrid del Parque del Retiro se divisan unos pocos corredores y las casetas cerradas en el Paseo de Coches. La única abierta, 75 pasos más adelante, es la número 11. En su interior, Mercedes pasa el plumero a un ejemplar titulado La cosa juzgada, de Isabel Tapia Fernández. "Abrimos a las once; tampoco nos dejan vender antes". Es la caseta del Ministerio de Justicia del Gobierno de España. Y al volver la vista hacia la izquierda, bingo: una muchacha sentada sobre el césped sostiene un libro grueso. Se llama Vicky. Tiene 22 años y lee Los pilares de la Tierra, de Ken Follet. "Casi lo termino en una semana, pero tengo que dejarte. Lo siento. Trabajo en la caseta 341, de la Diputación de Valladolid. Empiezo ahora la jornada". La desazón entra en escena.
No es fácil encontrar a un lector. O sí, quizá sí. En vez de tanta zancada y recuento de pasos, mejor hubiera sido fijarse desde el principio en el banco junto a la entrada de la Feria. Allí, junto a la primera y la última caseta (dado que el tramo literario por el Paseo de Coches empieza y acaba en el mismo sitio), estaba sentado Juan Carlos Vivero Seoane. Y, aunque desde lejos no se apreciaba con claridad, custodiaba entre sus manos un ejemplar de bolsillo (Taurus) de Apología del sofista, de Fernando Savater. "Lo mío es la filosofía", concede mientras estrecha con fuerza su robusta mano derecha. Antes de invitar a compartir asiento, advierte: "Gracias por saludarme. En efecto, soy un lector empedernido. Pero no es fácil conocer a una persona".
Juan Carlos es un hombre corpulento, de aspecto sano, barba canosa y calva reluciente. Nació hace 74 años en Saavedra, un pueblo de la provincia de Lugo. Fue el mayor de tres hermanos de padres campesinos. La Guerra Civil le pilló siendo un bebé. "De la posguerra no guardo recuerdos excesivamente duros. En la aldea, viviendo del campo, teníamos al menos las necesidades básicas cubiertas. No fui tan consciente de la verdadera miseria con la que vivió la gente".
Entre sus primeras lecturas, Juan Carlos recuerda -y recita- libros de cuentos y las poesías de Bécquer: "Cuando la campana suene (si suena en mi funeral) / una oración al oírla, ¿quién murmurará?... Me emocionó ese sentimiento del final, cuando uno lo deja todo. La vida es vanidad". A los veinte años, decidió dejar el campo y retomar los estudios. "Los abandoné a los diez para trabajar junto a mi familia. El maestro del pueblo influyó en mi padre a la hora de convencerle de que yo valía para estudiar".
Juan Carlos acabó el bachillerato en academias de Lugo con ayuda de sus padres y a los 23 se trasladó a Madrid para cursar Filosofía y Letras. "La capital me parecía un lugar lleno de oportunidades. Ansiaba recuperar los años perdidos". ¡Vaya que sí lo hizo! Se licenció en Pedagogía y en Filosofía pura. Costeó la mayoría de sus estudios impartiendo clases particulares y, tras contraer matrimonio a los 32 años, sacó plaza en el Instituto Calderón de la Barca. Allí ha ejercido como profesor hasta 2005, año de su jubilación. De aquella época de estudiante universitario conserva el sabor del libro que ha marcado su vida: El criticón, de Baltasar Gracián. "Para mí, la mejor novela alegórica en castellano, un recorrido sobre la vida humana que no encontré en ningún libro de filosofía o psicología. La sociedad hace hombres, no personas. En ese desierto, los oasis son la amistad, el amor, el amor sexual... La amistad, por ejemplo, es una comunión de personas, pero ha de ser entre dos o pocas".
Aquella obra despertó su interés por investigar sobre Gracián, sobre quien presentó una tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid. "Aún sueño con publicar un libro que he escrito sobre el método y pensamiento de Baltasar Gracián". Y con ese deseo parte Juan Carlos, tras una hora larga de conversación, hacia las casetas de la Feria del Libro, poco concurridas por las lluvias de estos días. Deberá caminar unos 1.200 pasos si quiere abarcar el espacio que ocupan los 349 stands de editoriales y librerías en el Paseo de Coches. Pero lo más probable es que antes de eso localice un banco del parque y vuelva a abrir la página 36 de la Apología del sofista, en cuyo océano de letras buceaba antes de que un desconocido quisiera conocerle.
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