Arrebatados, no arrebatadores
Con la Sala Rodrigo completamente llena, Mischa Maisky y su hija ofrecieron una sesión algo extraña: el programa, que iba de Beethoven a Shostakóvich, pasando por Falla, Debussy y Rachmàninov, se tocó todo con idéntico enfoque interpretativo. Un enfoque que, pareciendo cimentarse en los últimos coletazos del Romanticismo, potenciaba la expresión ilimitada, el arrebato, el ímpetu y la libertad máxima del intérprete. La adecuación a una época o a un estilo no fue el pilar de la velada. Las Siete variaciones de Beethoven (WoO 46) se hicieron con tanto vibrato en el violonchelo y un pedal tan generoso en el piano que se alejaron bastante de la estela del compositor de Bonn. Llegó luego Falla con sus Siete canciones populares españolas, en transcripción para cello y piano (una más de las muchas que han sufrido desde su origen). En ausencia de la Seguidilla, se quedaron en seis. La austeridad, concisión y refinamiento del músico gaditano también desaparecieron, para facilitar una lectura de "pasión desmedida". La velocidad -por ejemplo, en el Polo- no pudo extremarse más. Las canciones de carácter más reposado, como la Nana, aprovecharon mejor el bello sonido de Maisky. Con Debussy tampoco se encontró ese punto donde se emparejan delicadeza y sensualidad. La familia Maisky marchó, de nuevo, hacia unas coordenadas que -precisamente- Debussy había querido dejar atrás.En Rachmàninov las cosas se ajustaron mejor, quizá por alguna arcana raíz que ayudaba al entendimiento entre el compositor y estos intérpretes. Shostakóvich, en el op. 40, gestado en un momento turbulento de su vida, permitió también una identificación mayor. El Scriabin que tocaron como regalo (Romance) resultó asimismo grato.
CICLO DE CÁMARA Y SOLISTAS INTERNACIONALES
Mischa Maisky, violonchelo. Lily Maisky, piano. Obras de Beethoven, Falla, Debussy, Rachmàninov, Shostakóvich. Palau de la Música, Valencia, 14 de febrero.
En el déficit de Mischa Maisky vamos a encontrar siempre la tendencia al efectismo, así como el predominio excesivo de la mirada subjetiva (presente y necesaria en cualquier intérprete) sobre aquella otra más ligada al espíritu de las partituras. En el haber, sin embargo, también hay cosas. La preciosa sonoridad de su instrumento no se justifica sólo por el fantástico color del viejo Montagnana con el que toca. La afinación es casi siempre impecable, y el ataque con el arco, certero como una flecha, sin sonidos adicionales. Su velocidad, en alguna ocasión, linda con la de un piloto de carreras. Lily Maisky se escucha correcta algunas veces, emborronada otras y, estilísticamente, siguiendo las líneas de su padre.
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