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Reportaje:

Cataluña: la botiga electrónica

Un viaje por la música electrónica en Cataluña y en España antes y después de la irrupción del Sónar

Junio de 1994. Ha pasado ya la resaca olímpica y Barcelona se prepara para acoger la primera edición del festival Sónar, una iniciativa arriesgada en un país que hasta entonces ha demostrado poco interés por la música electrónica. El dj francés Laurent Garnier, una de las estrellas del cartel de ese primer Sónar, se quejaba en esas fechas de que había pasado por el megastore Virgin de Barcelona y en su sección de música electrónica solo había encontrado discos de Depeche Mode, Erasure y Jean Michel Jarre, artistas que poco tenían que ver con el espíritu del techno de esa época. Era un síntoma claro de cómo estaba un panorama, el de la música electrónica en Cataluña y en España, que, con la irrupción del Sónar, iba a cambiar de forma drástica, hasta hacer de Barcelona la meca electrónica para muchos aficionados de todo el mundo, tanto por sus festivales como por su exuberante escena de clubs.

Pero mucho antes de que el gran evento barcelonés hiciera posible esa transformación, la música electrónica ya había hecho acto de presencia en la capital catalana, que, tradicionalmente, ha servido de puerta de entrada de muchas de las corrientes de innovación cultural y musical que se han producido en España. Concretamente, en los años setenta Barcelona vio surgir grupos como Macromassa, Suck Electronic o Neuronium, prácticamente los únicos que en España estaban conectados con el krautrock y con los "correos cósmicos" alemanes, que anticiparon en gran medida la electrónica actual.

Los años ochenta

Los años ochenta, por el contrario, constituyeron una fatigosa travesía del desierto, y solo al final de la década consiguió Barcelona adherirse de nuevo a la gran revolución que se estaba gestando a nivel internacional, la del house y el techno surgidos en Chicago y Detroit respectivamente. El acid house penetró en Barcelona gracias a las sesiones de César de Melero en el Ars Studio y de Raúl Orellana en el Studio 54. Este último, además, patentó un subgénero, el flamenco house, con singles de impacto europeo como "Real wild house" y "Guitarra", que añadieron señas de identidad propias a la música de baile del momento. Paralelamente, tuvo lugar el fenómeno de los megamixes auspiciados por Toni Peret, Quim Quer y otros al amparo de las primeras compañías discográficas dedicadas a la música de baile más comercial, como Max Music, Blanco y Negro (hogar también de los primeros discos del dúo de tecno-pop OBK), Ginger y Metropol. Es la hora del "Max Mix" y el "Bolero Mix", artefactos de gratos recuerdos para muchos, y para otros francamente desechables.

Tampoco hay que olvidar que por esa misma época se desarrolló la segunda generación de grupos vanguardistas catalanes, próximos a la estética industrial y "casetera", como Klamm, La T , Error Genético, Avant Dernières Pensées, Iury Lech o Jumo, cuyos dos componentes, Enric Palau y Sergi Caballero, fueron los creadores, junto al crítico musical Ricard Robles, del festival Sónar.

La edad de oro

Muy probablemente, el impulso experimentador y audaz de la célula Jumo fue el que hizo posible que Sónar diera con la fórmula perfecta: ese difícil pero gozoso equilibrio entre la música de baile más hedonista y la vanguardia radical, que constituye el secreto de su éxito.

El nacimiento de este emblemático festival de la modernidad barcelonesa coincidió con otra serie de hechos significativos que cristalizaron en una especie de edad de oro: los primeros fanzines y publicaciones sobre el fenómeno (Self o el llorado Disco 2000), la aparición de sellos (Cosmos, Higlamm, Minifunk, So Dens) y, sobre todo, un caudal de artistas y disc-jockeys que conformaron una escena más o menos sólida, en la que destacaron Alex Martín, Feel Action, Ángel Molina, Tony Verdi, Teen Marcianas, An Der Beat, Peanut Pie, Zero, Sideral, Kosmos, Omar, Loe, Vanguard, Protozoo, Professor Angel Dust, Jordi Grau o el colectivo Barzelona Electrònika. En el año 1995 se editó "Disco 2000", una recopilación que dio carta de identidad a toda esa efervescente escena que, por entonces, todavía soñaba con un posible despegue internacional.

A esa sensación contribuía también el florecimiento de salas y clubs como Nitsa-Apolo, Moog, las gerundenses Blau y Sala del Cel y, más tarde, Row, Fellini, La Terrrazza , Mond Club, Razzmatazz y, en otro orden de cosas, Scorpia y Chasis, que generaron la revuelta de la mákina catalana, con Nando Dixcontrol como ideólogo principal. La proximidad del gran superclub Florida 135, situado en Fraga, en la franja catalanoparlante de la provincia de Huesca, también contribuyó de forma decisiva al asentamiento de una escena que ha ido creciendo en todas las múltiples direcciones de la música electrónica y que se ha visto publicitada a través de revistas como Deejay, Danceworld, DJ1 o las diversas publicaciones de tendencias como aB, H y Suite.

Reflexiones en el siglo XXI

Tras casi una década y media desde que inició su andadura el festival Sónar, y ya inaugurado el siglo XXI, se impone una reflexión que evite cualquier tipo de prejuicio. Parece que Barcelona, más que ejercer la función de factoría de creación electrónica que le corresponde, aprovechando su tradición "botiguera", se está limitando a vender bien su imagen y su producto estrella. Son muchos los que se preguntan por qué teniendo Barcelona una privilegiada posición internacional gracias al Sónar y a su condición de ciudad cool, no ha sabido explotar mejor su cantera, la escena electrónica catalana y, por ende, la española. ¿O es que, quizá, hay poco que exportar además del clima, el savoir vivre y la cultura de la fiesta? En cualquier caso, Barcelona sigue sacando rédito de un festival que, por méritos propios, se ha convertido en centro de peregrinaje de la comunidad electrónica internacional. Un evento de gran prestigio que, además, va más allá de la pura faceta musical para adentrarse en los fértiles terrenos de eso que podría denominarse cultura electrónica.

Por otro lado, la capital catalana se beneficia también de albergar a las principales distribuidoras nacionales de música electrónica (Satélite K, Red Musical, Decoder) y, aunque la reciente desaparición de la magnífica revista Beat (que comenzó siendo la versión española de la francesa Trax ) ha dejado un poco huérfana a una escena necesitada de aires renovadores, lo cierto es que la nave sigue adelante gracias al impulso de nuevos artistas y disc-jockeys como Iñaqui Marín, Jaumëtic, Pablo Bolívar y toda la plana del imprescindible sello Regular, a los abanderados de los sonidos más experimentales (Alku, Evol, Fibla, 12Twelve, Balago, el sello spa.RK), a las derivaciones electrónicas del free jazz y la libreimprovisación de Ferrán Fagès, Aleatory Grammar y Pau Torres, a la techno-sardana del iconoclasta Guillamino, a la delicada folktrónica de Ten Thousand Islands y First Aid Kit o a las exploraciones dubstep del colectivo Reboot. E incluso, por qué no, a la vertiente más electrónica de esa escena mestiza representada por Ojos de Brujo, 08001 y Macaco fundamentalmente, que ha constituido en los últimos años una de las señas de identidad más poderosas de la cultura musical barcelonesa. La rueda, está claro, sigue girando.

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