Mauricio Vicent, en las ruinas de la revolución
El corresponsal de EL PAÍS en La Habana tuvo como gran desafío describir un mundo nuevo que se estaba yendo a pique, dar cuenta de la decepción, acomodarse al fracaso
En una de sus últimas visitas a Madrid, Mauricio Vicent me dijo con cara de circunstancias y un punto de tramposa solemnidad. “Desengáñate, hemos dejado ya de ser las jóvenes promesas del periodismo”. Por la edad, algo de razón tenía. Pero poco más. Por lo que toca a su caso, seguía manteniendo intacto el interés por todo, las antenas las tenía colocadas allí donde podía ocurrir cualquier cosa, seguía pegado a ras de tierra, husmeando los signos de los tiempos, pillando al vuelo las anécdotas y las historias que pudieran transmitir los pliegues de las cosas, siempre atento a ponerles ese punto de sabor que, al cabo, iba a ser lo que les daría el contexto y ayudaría a atrapar sus distintas capas de verdad. Escribió sobre todo de Cuba para España, así que recomponía unos asuntos que sucedían muy lejos, y en el marco cerrado propio de una dictadura, y tenía que servirlos según el grado de apertura que tuviera el régimen y en según qué momentos. A veces había que pillar lo que contaba entre líneas. Sabía hacerlo muy bien.
Empezó a estudiar Derecho en Madrid. Años ochenta. Los socialistas acababan de llegar al poder, y las calles y los antros de la ciudad habían convertido los excesos de la Movida en pauta habitual de comportamiento. Extraviarse era una forma de vida. “De aquí hay que pirarse”, dice el Mauricio Vicent que dibujó Juan Padrón, caminando en una viñeta de vuelta a casa por la noche, en Crónicas de La Habana. Un gallego en la Cuba socialista. En el libro se cuentan los primeros años en la isla del que todavía no se había convertido en periodista, y se muestra cómo era de chapucero aquel socialismo en un país caribeño, donde la radiante alegría de vivir y el ingenio de sus gentes ayudaba a superar las peores penalidades. “No tenía ni zorra de Cuba. Solo sabía que unos barbudos habían hecho la revolución…”, dice en otra viñeta aquel muchacho —tenía entonces 20 años— que pronto iba a recorrer las calles de una ciudad en la que lo primero que le llamó la atención fue la cantidad de “autos de coleccionista” que veía por todas partes —”parecía una película de los años 50″—. Años más tarde, Mauricio Vicent publicó Havana: Autos & Arquitecture y dio forma ahí a aquella fascinación que le abrió un mundo nuevo.
La generación que llegó a los postres
Era un mundo nuevo que se estaba yendo a pique, y que se precipitaría todavía más al fondo con la caída del Muro de Berlín, pero seguía siendo para muchos el lugar de los sueños y las proyecciones de futuro, el último bastión de la esperanza. De todo eso hay en sus crónicas, si se las leyera ahora de corrido, esa complicada tarea de ver la realidad y contarla desde la borrachera de ilusiones que impuso una época de grandes expectativas. Este componente no es baladí. Mauricio Vicent pertenecía a la generación que llegó después, la de los hijos de aquella proeza o, si prefiere, la de los hermanos pequeños. Fue de los que llegaron a los postres, así que había respirado la atmósfera de festín que vivieron los que se embarcaron con las mejores intenciones en el desafío de cambiar el mundo, pero lo que le tocó recorrer fueron ya las ruinas de aquel proyecto. Así que llevó dentro y habitó una profunda desgarradura. Su desafío fue rascar en la herida, dar cuenta de la decepción, acomodarse al fracaso. Trataba con todos, con los desilusionados que estaban en los márgenes, con los que todavía se aferraban a la vieja batalla de dejar atrás las injusticias, con los burócratas que habían conquistado el poder y envolvían sus discursos con la jerga del marxismo leninismo para proteger sus intereses bastardos. Lo viejo y lo nuevo, todo aquello.
Seguramente lo salvó el humor. Y la calidez humana, la cercanía. Tuvo que hacer monumentales equilibrios para contar lo que sucedía, pasó momentos complicados. Llegó incluso a instalarse de nuevo en Madrid, pero ya no estaba hecho para Europa y La Habana lo tenía amarrado. Ya era un cubano más, aunque tampoco lo fuera del todo. Daba la impresión de que cuanto lo rodeaba fuera siempre un tanto provisional, que siguiera en el camino, con algún nuevo proyecto en la cabeza, atento siempre a cualquier detalle, a las palabras y los gestos de cuantos trató, pero con una firmeza rotunda para cumplir un propósito irrenunciable, el de vivir a fondo —otra marca generacional—. Es la mejor manera de hacer periodismo, meterse hasta dentro del fango, pero con esa escritura suya que le permitía dar forma a ese puñado de inmensas contradicciones que han formado parte íntima de cuantos se vieron un día arrastrados por la corriente de la Historia tras el triunfo de Fidel y los barbudos. Se empeñó en conocer lo que esto había significado, las huellas que dejó y los chirridos que seguía produciendo aquel reto, lo hizo en primera fila, sacudido por la fuerza de los acontecimientos. Cuando alguno de estos tenía tanta fuerza que lo empujaba a la cuneta, se levantaba sin darle mayor importancia y contaba un chiste. Y empezaba otra crónica.
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