Creyentes, conversos y herejes de la fe verde
La causa del clima cuaja entre los jóvenes, los ecologistas ganan fuerza en Europa y el poder económico se sube al carro que intuye ganador
El ecologismo se está convirtiendo, dicen algunos pensadores, en la nueva religión del mundo secular. Hay algo de eso: una redención que requiere sacrificios por el bien mayor, un regreso a la conexión con el entorno que predicaban los antiguos cultos paganos. Pero convengamos en que la diosa naturaleza es la más visible y tangible de todas las deidades. Y, a diferencia de otros dogmas, la ciencia ocupa aquí el púlpito y debe guiarnos a la salvación. Se advierte del apocalipsis que viene, pero no es inexorable: depende de que lo que hagamos.
El Congreso se dispone a aprobar este jueves la ley de cambio climático, una década después de que la propia Cámara la pidiera. No llega con el consenso que habría sido deseable, pero al final Vox se queda solo en su oposición frontal. La norma, que va ahora al Senado, fija objetivos de recorte de emisiones más o menos ambiciosos, según se mire, y prepara el fin del uso de combustibles fósiles, que ya no podrán mover los coches nuevos a partir de 2040. Es un paso más, relevante, de muchos que habrá que dar, porque el desafío no requiere un esprint sino correr un maratón.
Contra lo que cabía esperar hace un año, la pandemia relanza la lucha climática. No porque haya una relación causa-efecto: la propagación del virus no se debe al calentamiento, sino a la globalización y su frenético movimiento de personas y mercancías. La clave es que esta crisis ha movilizado en Europa cifras mareantes de dinero para la transición ecológica. El impulso que hacía falta si se sabe gestionar; eso no puede darse por hecho.
Detrás hay un cambio social imparable. El ecologismo muestra su pujanza en las nuevas generaciones. Al fin y al cabo, son los jóvenes los que lidiarán en las próximas décadas con las sequías, la crecida del mar y otras amenazas. Y el clima no es el único campo de batalla: parar la degradación de los océanos y la extinción de especies o mejorar la calidad del aire son objetivos necesarios en sí mismos. La nueva sensibilidad juega a favor de los partidos verdes, que se han sacudido su imagen de idealistas y son vistos ya como gestores creíbles. Su auge en Alemania y otros países nórdicos —la Europa sureña se les resiste— puede dar un vuelco al mapa político en la UE pos-Merkel.
Alrededor de la masa creciente de creyentes aparecen algunos herejes que, sin negar el diagnóstico, apuestan por la energía nuclear antes que por los molinillos, o confían más en la tecnología de captura de carbono que en dejar de usar bolsas de plástico. Entretanto, el negacionismo climático, anticientífico, se instala en la derecha populista. La derrota de Trump apartó el mayor obstáculo para avanzar en el Acuerdo de París; resiste en ese frente Bolsonaro, con la Amazonia como rehén. Europa ya no agita sola la bandera ambiental, que ha agarrado bien Biden.
La opinión pública parece más dispuesta que nunca a asumir los costes de la transformación. Y es buena noticia que las grandes compañías se conviertan a la causa: podemos dudar de su sinceridad, podemos llamarlo greenwashing (lavado verde). Da igual: el poder económico quiere subirse al caballo que intuye ganador y eso se debe aprovechar. Claro que toda transición ambiciosa dejará perdedores. La fiscalidad ecológica va a ser foco de grandes conflictos. Se vio en Francia, cuando un intento de encarecer el diésel desató la furia de los chalecos amarillos. No sería lo mismo apartar del vehículo privado a los hipsters urbanitas, con su bici y su bonometro, que a los habitantes de la España vacía donde nunca pasa un tren. La fe verde suma fieles, pero lo que viene no será un camino de rosas. El precio de no cambiar nada, eso sí, sería mucho mayor.
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