El milagro peruano de los espárragos: bonanza para hoy con agua del deshielo de los glaciares
El éxito de la agricultura en la costa del país andino está relacionado en buena medida con la pérdida de estas zonas heladas tropicales, el 71% de todas las de América Latina
En Perú, una de las economías emergentes más pujantes de América Latina (creció a un 6,1% anual en promedio entre 2002 y 2013, a un 3,1% desde entonces), el fuerte crecimiento del empleo y los ingresos en las dos últimas décadas redujo la tasa de pobreza (población con menos de 4,71 euros al día) desde el 52,2% (2005) al 16,5% (2019). Este año, siniestro por la pandemia, las proyecciones llegan al 20,1%.
El modelo de desarrollo sigue siendo fuertemente dependiente de algunos recursos no renovables (Perú es el segundo productor mundial de cobre), pero también del agua, que en escalas subnacionales alcanza tasas de extracción superiores a su capacidad de recuperación natural. Más allá de la contaminación por la minería informal e ilegal en la Amazonía o el altiplano andino y de los cada vez más frecuentes e intensos huaicos (deslizamientos de tierra a raíz de precipitaciones intensas) e inundaciones, la mayor parte de los desafíos en relación a la seguridad hídrica tienden a concentrarse en la costa del Pacífico, donde viven dos terceras partes de los más de 32 millones de habitantes y se producen cuatro quintas partes del producto bruto del país… con apenas el 2,2% de la escorrentía superficial. Casi el 50% del mismo se produce en Lima, donde esa escasez crónica de agua también se convierte en un factor limitante para el desarrollo económico y social.
Los profundos cañones que atraviesan desde lo más alto de la cordillera de los Andes, con cimas por encima de los 6.500 metros de altitud, hasta la desértica costa del Pacífico peruano, socavados por ríos que fluyen de este a oeste, contienen en sus estratos una historia más trascendente que la de cualquiera de nosotros.
Como resultado del cambio climático, los canales de riego en La Libertad (600 kilómetros al norte de Lima), bajan en muchos momentos del año llenos de agua incluso en tiempos de sequía. El efecto conjunto de mayores temperaturas y disponibilidad de agua, explica en parte por qué Perú ha conseguido ser el principal exportador del mundo tanto de arándanos como de espárragos. Los primeros crecen ahora con un tamaño cinco veces superior al habitual, en arena; los bancales de espárragos atraviesan dunas.
En 1961, el presidente de EE UU John F. Kennedy afirmaba desde el Despacho Oval que al final de esa década sería posible “ver los desiertos florecer”. Su visión no solo se realizó en amplias zonas del oeste de su país, como los estados de California o Colorado, por no mencionar Texas, al que se refería Kennedy en su discurso. En Perú, el desierto también florece. En todos esos casos, ¿estamos ante un prodigio o una tragedia?
En buena medida, lo que explica esa bonanza coyuntural en la agricultura de la costa peruana es el deshielo de los glaciares tropicales andinos peruanos (el 71% de todos los existentes en América Latina), condenados a desaparecer en 150 años (algunos en menos de 50).
La principal reserva de agua dulce del país se reduce, retrocediendo en promedio 20 metros cada año. Eso, en un país en que uno de cada cuatro peruanos en zonas rurales todavía carece de acceso a agua potable a través de una red pública y ocho de cada diez no tienen acceso a una red de alcantarillado.
El cultivo de espárragos en el país, que hoy proporciona 450 millones de dólares anuales y hasta 10.000 empleos en una zona muy pobre, comenzó en los años cincuenta, pese a que los peruanos nunca han tenido ese producto en su dieta más habitual. Sin embargo, el desarrollo de ese cultivo es mucho más reciente: apenas de 1985. Cultivado en La Libertad o, en un 95% de todo lo exportado, en el valle de Ica (400 km al sur de Lima), siempre en tierras ganadas al desierto, el espárrago es un cultivo que demanda mucha agua, lo que ha llevado en algunos lugares del valle de Ica a una caída de hasta ocho metros anuales en el acuífero subyacente.
José Saramago, en su Ensayo sobre la Ceguera, decía: “Esa debe de ser la enfermedad más lógica del mundo, el ojo que está ciego transmite la ceguera al ojo que ve, así de simple”. La “ceguera” que explica los desafíos en términos de seguridad hídrica en numerosos países como Perú, se ajusta a la que describían el neurólogo checo, Anton, y franco- polaco, Babinski, en 1899. Los pacientes del síndrome de Anton-Babinski creen ver, pues su ojo no presenta anomalías, pese a no ver nada, por el daño en la región cerebral que debe procesar la información.
La desesperación de quienes anticipan la tragedia ha llevado a intentar detener el deshielo pintando las rocas de blanco o cubriendo los nevados con ichu (pasto del altiplano) y serrín para protegerlos. No funcionó. ¿Cómo podría hacerlo? Mientras no sea posible avanzar en la eficiencia en el uso de agua, en la diversificación de las fuentes de oferta (reutilizando aguas regeneradas con tratamientos avanzados y desalando agua salobre o de mar donde se justifique), en el desarrollo de infraestructuras naturales para conservación, restauración y recuperación de los ecosistemas peruanos, incluso la seguridad hídrica de la región metropolitana de Lima, la segunda ciudad más grande del mundo (10 millones de habitantes) sobre un desierto tras El Cairo, está en peligro cierto y, con ella, nuestra capacidad de anticiparnos, una vez más, a un desafío global extraordinario.
Como en aquel libro tan rico en registros de Sánchez Ferlosio, “vendrán más años malos y nos harán más ciegos”. Se planifica para un mundo que ya no existe.
Gonzalo Delacámara es director de Economía del Agua en el Instituto IMDEA Agua y asesor internacional de la CE, ONU, OCDE y Banco Mundial
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