_
_
_
_
_

Los ingredientes de la genialidad de Santiago Ramón y Cajal

Casi todo lo que dijo el neurocientífico aragonés ha podido confirmarse en experimentos y observaciones con tecnología moderna. Albergó incluso pensamientos que todavía hoy nos sobrepasan

Autorretrato de Cajal en su laboratorio de Valencia hacia 1885, coloreado por Rafael Navarrete.
Autorretrato de Cajal en su laboratorio de Valencia hacia 1885, coloreado por Rafael Navarrete.
Ignacio Morgado Bernal

En la historia de la ciencia nos encontramos con dos clases de científicos. Por un lado, aquellos como Thomas Alva Edison, inventor de la bombilla y la iluminación eléctrica, o Alexander Fleming, que descubrió la penicilina, lo que permitió salvar incontables vidas. Por otro, científicos como Albert Einstein o Charles Darwin, cuyos respectivos trabajos sobre la relatividad o la selección natural son de carácter más teórico y resultan por tanto menos comprensibles para la gente corriente. Estos últimos fueron científicos básicos, es decir, pensadores interesados en conocer las causas profundas de los acontecimientos naturales, en saber no solo cómo sino también por qué en la naturaleza pasan las cosas que pasan.

El conocimiento tecnológico, con aplicabilidad inmediata, es siempre más popular que el básico, lo que no quiere decir que sea más importante. En realidad, puede ser al revés, pues sin el trabajo de Einstein difícilmente se hubiera desarrollado la tecnología nuclear, aplicable también a la curación del cáncer, y sin el de Darwin hubiera sido más difícil avanzar en el desarrollo de la ciencia y la tecnología biológica. La ciencia básica o fundamental es necesaria para entender la naturaleza y poder controlarla o modificarla en beneficio de nuestra especie.

Siendo así, ¿qué clase de científico fue Santiago Ramón y Cajal? ¿Un inventor o descubridor, como Thomas Edison o Alexander Fleming, o acaso un científico básico y teórico como Einstein o Darwin, interesado en explicar el modo en qué ocurren los procesos naturales?

La respuesta es sencilla, pues el aragonés reunió todos los ingredientes de la genialidad: fue inventor y descubridor, pero también, por encima de todo, fue un gran pensador, uno de los mayores científicos teóricos de todos los tiempos. Acostumbrados como estamos a verlo retratado frente al ocular de su microscopio, quizá pensemos que su principal labor consistió en pasarse horas y horas en ese estado y realizar descubrimientos visuales sobre los materiales que observaba. Pero eso no le hubiera convertido en un genio. Su grandeza no radica en ver lo que vio, sino en intuir lo que pudo deducir a partir de ello, sin que las técnicas disponibles en su tiempo se lo permitieran.

Cuando comenzó sus estudios de medicina en la universidad de Zaragoza, hace más de siglo y medio, se sabía muy poco sobre cómo estaba formado y funcionaba el sistema nervioso. Adentrarse en su estudio era como penetrar en una espesa y desconocida jungla, pues al mirar al microscopio cualquier porción del tejido nervioso lo que se observaba era una confusa y a la vez fascinante maraña de enrevesadas y complejas estructuras. Camillo Golgi, un científico italiano había descubierto una importante técnica para teñir ese tejido y hacer que sus componentes individuales fuesen más visibles al microscopio. Sus observaciones y las de otros científicos de la época le hacían creer que el sistema nervioso era como una malla o red de infinidad de elementos fibrosos que se continuaban unos en otros. Ramón y Cajal conoció en Valencia ese método de tinción celular de Golgi de la mano del también neurocientífico y psicólogo Luís Simarro (inmortalizado por Sorolla en una de sus pinturas). Lo mejoró, y lo aplicó en tejido nervioso de diferentes animales.

¿Qué clase de científico fue Santiago Ramón y Cajal? El aragonés fue inventor y descubridor, pero también un gran pensador
Madrid, 1920. El científico y Premio Nobel Santiago Ramón y Cajal trabaja en su laboratorio de la Facultad de Medicina, en la calle de Atocha.
Madrid, 1920. El científico y Premio Nobel Santiago Ramón y Cajal trabaja en su laboratorio de la Facultad de Medicina, en la calle de Atocha.VIDAL

Las observaciones que Ramón y Cajal realizó estaban dirigidas por su obsesión de conocer no sólo la forma y estructura del sistema nervioso, sino también su funcionamiento. Hábilmente, mejoró el método de Golgi y lo aplicó al tejido de embriones de aves, cuando el cerebro está todavía formándose, y las conclusiones a las que llegó fueron diferentes a las del italiano, pues de sus propias observaciones intuyó que, aunque estrechísimo e invisible incluso al microscopio, entre célula y célula habría un espacio real, de tal manera que el sistema nervioso lejos de ser una red estaría formado por miles de millones de células individuales muy próximas entre sí, aunque separadas, comunicándose por contacto y no por continuidad. Era su acertada aproximación a lo que más tarde se llamaría “sinapsis”, el minúsculo espacio a través del cual una neurona se comunica con otra.

Uno de los momentos científicos más sorprendentes de Ramón y Cajal tuvo lugar en Londres, en marzo de 1884, cuando fue invitado por la Royal Society (una de las más prestigiosas sociedades científicas del mundo) a impartir la Croonian Lecture, su principal conferencia anual sobre biología. Allí, ante una audiencia integrada por eminentes científicos, postuló que el aprendizaje podría ser el resultado de un enriquecimiento de las conexiones nerviosas entre las neuronas y de la aparición de nuevos brotes e incluso de nuevas terminaciones en las células del cerebro. El “poder intelectual”, dijo, podría depender no tanto del tamaño o número de células de cerebro como de las conexiones entre ellas, de la riqueza de los procesos conectivos. Aunque eran hipótesis muy atrevidas y difícilmente contrastables en aquel tiempo, encandilaron a los hombres de ciencia europeos. Era la primera vez que alguien intuía y se atrevía a proponer lo que puede pasar en el cerebro para que seamos capaces de aprender y recordar.

En 1884, Ramón y Cajal postuló en Londres, invitado por la Royal Society, que el aprendizaje podría ser resultado de las conexiones nerviosas entre neuronas, no tanto del tamaño del cerebro

Ramón y Cajal había llegado a esas conclusiones tras observar los brotes o espinillas que surgen de las neuronas, y razonó que esos brotes, a los que llamó espinas dendríticas (hoy las llamamos simplemente dendritas), pues le recordaban las espinas de los rosales, podían ser elementos necesarios para formar nuevas conexiones cuando aprendemos o realizamos ejercicio intelectual. Camillo Golgi, con quien Ramón y Cajal compartió el premio Nobel en 1906, pensaba de otro modo, pues creía que las espinas dendríticas descubiertas por Cajal no eran otra cosa que artefactos o defectos ópticos de los rudimentarios microscopios de su tiempo. Como pone claramente de manifiesto la inteligencia artificial, un cerebro estructurado en forma de red nunca podría tener la capacidad de un cerebro formado por células individuales interconectadas de manera compleja donde cada conexión entre ellas, cada sinapsis, funciona como un pequeño centro de decisión subordinado y combinado con las 10¹⁴ interconexiones entre neuronas que puede llegar a haber en todo el cerebro humano.

Ramón y Cajal andaba sobre esa pista y no se equivocaba, pero tuvo que pasar mucho tiempo para que pudiera confirmarse y se le reconociera sin ambages. En 1944, diez años después de su muerte, Rafael Lorente de Nó, uno de sus más destacados discípulos, publicó en Estados Unidos un importante trabajo científico en el que, en sintonía con los postulados de su maestro, decía que el cerebro contiene numerosos circuitos donde las neuronas se interconectan recíprocamente unas con otras. Ese trabajo fue determinante para que otro gran neurocientífico, el canadiense Donald Hebb, postulara la “plasticidad asociativa”, un mecanismo que permite a las neuronas modificar su morfología y metabolismo en función de su actividad, logrando que sean más potentes para comunicarse entre ellas y producir las funciones mentales. Así como el ejercicio físico modifica la masa muscular de un deportista, el científico canadiense pensó que los circuitos neurales recurrentes propuestos por Lorente de Nó en base a las ideas de Ramón y Cajal podrían servir para aumentar la actividad de las neuronas, cambiando su funcionamiento y potenciando su eficacia.

Pedro Duque, anterior ministro de Ciencia, inauguró en 2020 una exposición a Ramón y Cajal en el Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Pedro Duque, anterior ministro de Ciencia, inauguró en 2020 una exposición a Ramón y Cajal en el Museo Nacional de Ciencias Naturales.KIKE PARA

Y estaba en lo cierto, porque eso fue precisamente lo que comprobaron en 1973 el noruego Terje Lomo y el británico Timothy Bliss tras estimular con débiles corrientes eléctricas de alta frecuencia las neuronas del hipocampo (una región del cerebro muy implicada en la formación de la memoria) de conejos anestesiados. Como el efecto potenciador se conseguía rápidamente y podía durar incluso semanas, esos investigadores pensaron que los cambios duraderos que de ese modo ocurrían en las neuronas, llamado potenciación a largo plazo, podían servir para que el cerebro almacenase la memoria. El equipo científico de otro premio Nobel, el norteamericano Eric Kandel, elevó la apuesta más tarde al comprobar los cambios eléctricos y químicos que ocurrían en las neuronas de la babosa marina aplysia califórnica cuando el animal aprendía y podía recordar conductas sencillas. De ese modo verificaron, tal como Hebb había postulado, que el aprendizaje potencia la respuesta de las neuronas y sus interconexiones, y que esa potenciación es el resultado de una serie de cambios químicos muy precisos en el interior de las células.

¿Acaso esos cambios químicos puestos de manifiesto por los científicos americanos eran los que generan la aparición de los brotes o espinas neurales que Ramón y Cajal propuso en Londres en su histórica Croonian Lecturer? Ciertamente, así era. El 6 de mayo de 1999, Nature, para muchos la primera revista de Ciencia del mundo, daba la siguiente noticia:

Hace unos 100 años, Santiago Ramón y Cajal propuso que el sustrato nervioso para el aprendizaje y la memoria era el reforzamiento de las conexiones, o incluso la formación de nuevas conexiones, entre células nerviosas. Ahora tenemos la confirmación definitiva de que tal cosa ocurre. La formación de nuevas espinas ha sido observada tras la potenciación a largo plazo y eso debería decirnos mucho más sobre cómo el cerebro almacena la información de un modo permanente.

Lo que Cajal había intuido pudo ser visto entonces directamente en el Instituto de Neurobiología Max-Planck, de Munich, por los científicos Florian Engert y Tobias Bonhoeffer, gracias al uso de sofisticadas técnicas de microscopia que mostraron los brotes de nuevas espinas en las neuronas estimuladas del hipocampo: era la confirmación definitiva de los postulados de Ramón y Cajal sobre la plasticidad del sistema nervioso y la memoria. Las espinas, en definitiva, no eran defectos ópticos como creía Golgi. El científico aragonés lo supo antes que nadie, pero eso no fue todo, porque de sus observaciones microscópicas intuyó también el lugar por dónde las neuronas reciben (las dendritas) y envían (el axón) la información que procesan, e imaginó que los objetivos neuronales podrían liberar sustancias químicas que atrajesen y guiasen la formación de conexiones, ayudando a las neuronas a encontrar su camino cuando se forma el sistema nervioso en los embriones.

Casi todo lo que Ramón y Cajal propuso ha podido confirmarse en experimentos y observaciones con tecnología moderna. Albergó incluso pensamientos que todavía hoy nos sobrepasan, como la posibilidad de que las células gliales que acompañan a las neuronas en el cerebro participen también especialmente en los procesos mentales, algo que ya hemos empezado a comprobar. Los grandes científicos se avanzan a su tiempo en comprender los fenómenos que estudian. Santiago Ramón y Cajal se adelantó a sus contemporáneos por lo menos un siglo en la comprensión de la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso.

Materia gris es un espacio que trata de explicar, de forma accesible, cómo el cerebro crea la mente y controla el comportamiento. Los sentidos, las motivaciones y los sentimientos, el sueño, el aprendizaje y la memoria, el lenguaje y la consciencia, al igual que sus principales trastornos, serán analizados en la convicción de que saber cómo funcionan equivale a conocernos mejor e incrementar nuestro bienestar y las relaciones con las demás personas.

Puedes seguir a MATERIA en Facebook, Twitter e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Ignacio Morgado Bernal
Es catedrático emérito de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_