Las canciones de la biología celular se bailan con todo el cuerpo
La función de una célula no se puede separar de las demás células de nuestro organismo, aunque todavía perdure la idea de la célula como átomo aislado
En su poema De la naturaleza de las cosas, Lucrecio expresó la doctrina atomista de Epicuro a partir de la física de Demócrito, el principio por el cual todo está compuesto por átomos cuyos movimientos se perciben a la luz del sol cuando “penetra en nuestras oscuras habitaciones” y las partículas de polvo se agitan.
El citado poema fue escrito en el siglo I antes de Cristo. Todavía quedan unos cuantos siglos para llegar hasta Robert Hooke (1635-1703), el científico inglés que observó al microscopio unos cortes de corcho y bautizó sus cavidades como células, y todavía queda otro tanto para que el anatomista alemán Johann Wirsung caiga abatido por los disparos de un hombre en un callejón cerca de su casa, en Padua, ciudad donde daba clases. Ocurrió el 22 de agosto de 1643, y todo apunta a que el asesino fue un alumno suyo llevado por los celos.
Según parece, el profesor Wirsung fue un magistral plagiador que pasó a la historia como el hombre que descubrió el conducto pancreático principal. De la misma manera que la historia de la ciencia es un hilo continuo de experimentos, de pruebas y modificación de hipótesis, actos que no se pueden desligar unos de otros, la función de una célula no se puede separar de las demás células de nuestro organismo, aunque todavía perdure la idea de la célula como átomo aislado que flota en el vacío igual a una de esas partículas de polvo de las que hablaba Lucrecio en su poema.
Hay que escuchar la música, las canciones de la biología celular, nos dice Siddhartha Mukherjee en su nuevo libro La armonía de las células (Debate), un trabajo donde el oncólogo hindú-estadounidense demuestra que el equilibrio adecuado de las partes organiza el todo, es decir, que aunque hayamos dividido el cuerpo en órganos a partir de sus funciones seguimos inmersos en el mundo atomista y, por eso mismo, no comprendemos nuestro cuerpo como la “ciudadanía celular” que imaginó el biólogo alemán Rudolf Virchow (1821-1902), quien aseguraba que las enfermedades son alteraciones celulares y que las células trabajan unas con otras, cooperando entre ellas.
Por lo mismo, cuando esto no sucede, cuando dejan de cooperar y la célula ceba su egoísmo, enfermamos. Virchow proyectó su teoría a la organización social y pasó sus últimos años trabajando en reformas por la salud pública en las ciudades. Virchow fue mucho más que un médico, fue un activista político, un humanista que propuso la sanación a partir del origen de la enfermedad, es decir, a partir del deterioro celular.
Por decirlo a la manera de Lucrecio: para ventilar las oscuras habitaciones del cuerpo y que el organismo vuelva a vibrar con la frecuencia armónica que una célula transmite a otra, hay que dejar de contemplar la célula como un átomo viviente separado del resto. Y darse cuenta de su relación con las demás células por muy lejanas que estén las unas de las otras. Como ejemplo sirva el propio Virchow quien, en enero de 1902, bajando de un tranvía en Berlín, perdió el equilibrio y cayó al suelo, fracturándose la cadera. Sus células óseas fueron incapaces de reparar la fragilidad de sus huesos y, a partir de aquí, empezaron las disfunciones celulares que agotaron su cuerpo hasta la muerte, ocurrida en el mes de septiembre.
Lo cuenta Siddhartha Mukherjee en este apasionante libro, donde la historia de la ciencia se combina con anécdotas jugosas y donde no falta la crónica de sucesos; la sombra de un asesino agazapado en un callejón de Padua.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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