Evolución a lo grande: cómo la ‘bestia del trueno’ pasó de pesar 20 kilos a cinco toneladas hace 50 millones de años
Un nuevo estudio explica por qué algunos animales llegaron a ser gigantes tras la extinción de los dinosaurios, cuando los supervivientes eran mucho más pequeños
Los animales extintos nos fascinan. Los animales extintos gigantes, además, nos sobrecogen. Hay fósiles de animales pequeños que son mágicos, preciosos, perfe...
Los animales extintos nos fascinan. Los animales extintos gigantes, además, nos sobrecogen. Hay fósiles de animales pequeños que son mágicos, preciosos, perfectamente conservados y fundamentales para nuestro conocimiento de la evolución de la vida en la Tierra. Pero cuando con seis años ves por primera vez en tu vida un esqueleto de diplodocus, parte de tu mundo se desmonta. Aunque no entiendes muy bien cómo, de pronto eres muy consciente de que ese bicho tan gigantesco existió. Lo inimaginable se vuelve real porque, si estiras un poco la mano, puedes tocar sus huesos.
Los gigantescos animales extintos, como mamuts o grandes dinosaurios, hacen volar de golpe nuestra imaginación hacia mundos prehistóricos casi fantásticos. La fascinación por estas bestias primigenias es universal y embelesa a no iniciados y a especialistas por igual. Por tanto, no es de extrañar que muchos paleontólogos hayan intentado comprender cómo algunos grupos de animales evolucionan hasta ser tan grandes.
El asunto tiene su miga, porque no siempre ha habido animales gigantes. Pensemos en los ecosistemas justo después de la extinción de finales del Cretácico, hace 66 millones de años, cuando un asteroide acabó con los dinosaurios no avianos. Los animales terrestres más grandes que sobrevivieron a aquel evento raramente llegaban a los 10 kilos. Unos 15 millones de años después ya había mamíferos de varias toneladas pululando por ahí. ¿Cómo ocurrió?
Los paleontólogos llevábamos casi 200 años dándole vueltas a la pregunta, sin que aún tuviéramos una conclusión clara. Así que hace unos años nos pusimos a trabajar para ver si éramos capaces de dar con una respuesta. Para nuestro estudio, cuyos resultados publica hoy la revista Science, nos centramos en los brontoterios, unos primos lejanos de los tapires y los rinocerontes, que habitaron el planeta durante el Eoceno, hace entre 56 y 34 millones de años. El nombre brontoterio significa “bestia del trueno”, y algunos de las especies más icónicas contaban con imponentes cuernos planos y bifurcados encima de la nariz.
Las primeras especies de brontoterios pesaban unos 20 kilos y las últimas llegaron a pesar cinco toneladas (como un elefante actual). Por esta razón son muy interesantes para aprender sobre la evolución del tamaño corporal en mamíferos. Utilizando modelos matemáticos que simulan procesos evolutivos y los datos más precisos disponibles, comparamos las diferentes teorías que se han desarrollado en los dos últimos siglos para explicar la evolución de estos titanes. Este ha sido un viaje a través de la historia de la teoría evolutiva, las diferentes percepciones que hemos tenido sobre la naturaleza que nos rodea y, en definitiva, sobre el origen de la biodiversidad.
Algunos naturalistas de finales del siglo XIX, los llamados neo-lamarckistas, creían que los linajes de animales estaban predestinados a cambiar hacia formas cada vez más especializadas en sus ecologías, más grandes y, en general, más bizarras (por ejemplo, desarrollando cuernos de todo tipo y extrañas protuberancias craneales). Esta tendencia no respondía a adaptaciones al medio, pues ignoraba a Darwin y a sus ideas adaptacionistas, que ya se habían publicado. Más bien creían que los linajes tenían sus historias evolutivas preprogramadas desde el principio, como en una especie de manual de montaje. Sus ideas venían influenciadas por Jean-Baptiste Lamarck, naturalista francés que pensaba que la evolución seguía una escalera inevitable hacia la complejidad. Los neo-lamarckistas, por ejemplo, consideraban que los diferentes linajes de mamíferos (brontoterios, caballos, elefantes, etc.) estaban llamados a repetir una senda evolutiva similar. Solo así podían explicar esas tendencias tan claras que veían en el registro fósil una y otra vez. Los mecanismos propuestos por Darwin (el éxito del más apto en la eterna lucha por la supervivencia) eran demasiado caóticos para explicar sendas evolutivas tan lineales: de pequeño y poco especializado a grande y especializado.
Darwin no podía explicar la gigantización
A principios del siglo XX, y en gran medida gracias al desarrollo de la genética, las ideas darwinistas terminaron por imponerse. Pero los fósiles, tozudos, mostraban que realmente muchos grupos de animales parecían emerger en formas pequeñas y aumentar su tamaño con el tiempo. Para encajarlas en los postulados darwinistas, las viejas ideas neo-lamarckistas tuvieron que reciclarse y explicarse en nuevos términos: ser más grande debe ser más ventajoso, y los individuos grandes ser más aptos, así que la selección natural, operando minuciosamente a lo largo de millones de años, terminará produciendo tendencias claras hacia tamaños cada vez más grandes. Como esto era un refrito de las ideas de Edward D. Cope, uno de los paleontólogos neo-lamarckistas más influyentes, esta ley evolutiva se terminó llamando la regla de Cope.
Para comprar esta idea, uno tiene que aceptar que, efectivamente, ser más grande es siempre más ventajoso, en grupos muy diferentes y a lo largo de millones de años. Solo en un mundo muy predecible se podría concebir que la acción de selección natural, que opera a nivel de organismo (éste es apto y dejará más descendencia; este otro, sin embargo, no sigue con nosotros), pueda extrapolarse a tendencias evolutivas que permanecen inalteradas a lo largo de decenas de millones de años. Sin embargo, las innumerables condiciones climáticas y ecológicas acontecidas durante periodos temporales tan largos rara vez son tan estables y homogéneas.
De hecho, la idea neo-lamarckista de la predecibilidad en evolución (y, por tanto, la noción de la extrapolación) empezó a quedar finalmente descartada a partir de los años 1970, cuando se desarrollan una serie de nuevas teorías que ayudan a hacer más compatibles los preceptos darwinistas con los datos del registro fósil. La selección natural sigue siendo el principal motor evolutivo, pero con algunos retoques. En el caso de la regla de Cope (recordemos, una tendencia general hacia tamaños más grandes) se podría explicar de la siguiente manera: la selección natural opera en respuesta a las condiciones inmediatas, aquí y ahora.
Por tanto, el cambio de tamaño en las poblaciones de animales se dará en respuesta a unas circunstancias muy concretas. Cuando aparece una nueva especie, ésta puede ser más grande o más pequeña que su ancestro dependiendo de dichas condiciones. Este paso parece fácil de aceptar, pero acabamos de eliminar la capacidad de extrapolar. Ser grande ya no es siempre ser más apto, sino que depende de las circunstancias adyacentes. Y si las especies descendientes pueden ser más grandes o más pequeñas, nunca veremos una tendencia clara a aumentar de tamaño por muchos millones de años que pasen. Si la selección natural no marca la dirección a seguir, ¿cómo se explican las tendencias que vemos a veces en el registro fósil, por ejemplo, hacia tallas más grandes?
En los años 1970 se desarrollan teorías que hacen compatibles los preceptos darwinistas con el registro fósil. La selección natural sigue siendo el principal motor evolutivo, aunque con retoques
Para entender mejor esta disyuntiva, supongamos que, en lugar de un árbol evolutivo, tenemos un bonsái y queremos que crezca solo en una dirección (hacia tamaños mayores). Tenemos dos opciones. La primera es forzar poco a poco todas las ramas del arbolito para que vayan en esa dirección, utilizando, por ejemplo, guías y alambres. Esta opción reflejaría la regla de Cope que propusieron los neo-lamarckistas, ya que todas las ramas tenderán a ir en la dirección preferente (hacia un mayor tamaño). Las nuevas ramificaciones emergen más orientadas hacia la dirección deseada que la rama que les da lugar. Es decir, los descendientes son siempre más grandes que los ancestros. Los paleontólogos de los años 70, sin embargo, plantean una segunda opción: el bonsái se ramifica libremente en todas las direcciones. Las nuevas ramas pueden aparecer más a la derecha o más a la izquierda que la rama de la que derivan. ¿Cómo conseguimos que el bonsái crezca hacia un lado solamente? Pues utilizando unas tijeras de podar que recortan las ramas solo por un lado, permitiendo la proliferación de ramas solo en la dirección deseada.
En el contexto de la evolución del tamaño, estas tijeras de podar representan una extinción que sobre todo se cebará con los linajes más pequeños, dejando solo proliferar a los linajes más grandes. La tendencia no viene dada por cambios paulatinos unidireccionales derivados de la selección natural de los organismos, sino por un proceso que selecciona y poda ramas enteras. La ramificación y las tijeras son dos procesos diferentes. Ambos generan cambio, pero a diferentes escalas, ya que las tijeras son mucho más efectivas. Esta nueva perspectiva nos pinta un mundo mucho menos predecible, ya que las tijeras representan la extinción producida por factores impredecibles: cambios ambientales, eventos cataclísmicos, competencia con nuevos grupos de animales, etc. Bajo esta perspectiva es difícil predecir la forma que tendrá el bonsai porque a priori no sabemos por dónde van a recortar las tijeras. En resumen, nuestras teorías sobre la evolución han ido cambiando desde aquellas que proponían un orden evolutivo preestablecido (que en parte recuerdan a la idea de un plan divino, como defendía la teología natural), hacia nociones más impredecibles, más caóticas, donde el azar va tomando cada vez más control.
Los brontoterios y las tijeras de la evolución
Bien, volvamos a los brontoterios. ¿Cual de todas estas teorías encaja mejor con la evolución de estos titanes del Eoceno? Nuestros análisis, publicados ahora en Science, descartan que los linajes de brontoterios siempre aumentaran de tamaño, como predice la regla de Cope. En cambio, sugieren que el modelo del bonsai y las tijeras de podar encaja mejor con los datos. Es decir, las nuevas especies no eran sistemáticamente mayores que sus ancestros. Pero una vez que las nuevas especies se asentaban, aquellas de menor tamaño tenían mayor riesgo de extinción. ¿Por qué? Porque las comunidades ecológicas de herbívoros en aquella era estaban plagadas de especies de tamaños medianos y pequeños, de modo que los nichos ecológicos típicos de tallas moderadas estaban más saturados y las especies de brontoterios más pequeñas tenían más competidores.
En otras palabras, las tijeras de podar se afanaban más con las ramas de brontoterios más pequeños. Cuando aparecían especies más grandes, éstas escapaban de esta competencia, sobrevivían más tiempo y podían así producir otras especies. De esta forma las especies de brontoterios más grandes eran cada vez más abundantes que las pequeñas, produciendo el patrón que observamos en el registro fósil.
Como las tijeras de podar representan factores difíciles de predecir, lo que este tipo de hallazgo nos enseña es que los brontoterios no estaban predestinados a aumentar su tamaño. Fueron la contingencia y el azar los que proyectaron su evolución hacia tamaños gigantescos. Si pudiéramos rebobinar la evolución de nuevo a hace 66 millones de años y volviéramos a darle al play, muy probablemente los brontoterios no repetirían la misma senda. Nuestro descubrimiento nos dibuja una evolución menos predecible y, por tanto, irrepetible.
Oscar Sanisidro Morant es paleontólogo de la Universidad de Alcalá e ilustrador científico, y el autor principal del estudio citado.
Juan López Cantalapiedra es paleontólogo e investigador en la Universidad de Alcalá.
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