Rosa Ballester, catedrática de historia de la ciencia: “Sabemos que para mejorar la salud también importa la vivienda digna o la alimentación”
La experta ha estudiado a lo largo de su carrera muchos de los momentos clave de la historia médica de España
Rosa Ballester Añón (Valencia, 77 años) recibe a este periódico en la Residencia de Estudiantes, un símbolo, fundado en 1910, de lo que pudo ser el renacimiento de la cultura y la ciencia españolas antes de la Guerra Civil y el Franquismo. Catedrática emérita de Historia de la Ciencia de la Universidad Miguel Hernández de Alicante, Ballester cuenta que “en la época renacentista España estaba claramente a la cabeza de la práctica científica y médica del momento”, pero que después experimentó “fases de decadencia clarísimas”. “A principios del siglo XIX, el periodo de Fernando VII fue malo para todo, incluida la ciencia y la medicina, y después, durante el periodo que llamamos la edad de plata de la ciencia y la medicina, que vio pasar a sus protagonistas por esta residencia, se vivió otro periodo fantástico de europeización, de volver a estar a tono con el resto de los países de nuestro entorno”, relata. Después, en los años de la dictadura franquista hay una involución y a partir de los años 70 y 80 se empieza a estar a un nivel parecido al de muchos países occidentales”, resume.
Uno de los momentos estelares de la historia médica y científica de España, que Ballester ha estudiado en profundidad, es la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, liderada por el médico español Francisco Javier Balmis, en 1803. Entonces, la Corona española quiso llevar a sus territorios americanos un remedio para la propagación de la viruela, con el fin de mantener una población capaz de pagar tributos y de mejorar la imagen de una institución lejana a la que le quedaban pocos años de dominio sobre aquellas tierras. Para trasladar la vacuna recién descubierta por Edward Jenner se recurrió a niños huérfanos, algunos de tan solo tres años, como medio de transporte para aquella medicina. Como en otras ocasiones cuando se estudia el pasado, algunas hazañas, incluso las que se realizaron con las mejores intenciones, emplearon métodos hoy intolerables.
Pregunta. ¿Cómo ve una historiadora un hito científico que curó a miles de personas, pero también utilizó para lograrlo a niños desamparados? ¿Cómo se deben juzgar esos sucesos del pasado?
Respuesta. Es la primera misión internacional de salud pública en el mundo y salvó miles de personas en tres continentes. La expedición es algo muy positivo. No hay que quitarle ningún tipo de solemnidad ni de importancia a ese hecho. Por otro lado, la valoración de la gente que intervino allí. Balmis es un personaje interesantísimo, con una autoridad muy firme y unas ideas muy claras. Figuras como Isabel Zendal, la directora de la Casa de Expósitos [de la que salieron los niños que sirvieron de vehículo para la vacuna], es una heroína. Pero los seres humanos tienen luces y sombras. Como sucedió con las autoridades de América, los virreyes, por ejemplo, el de la Nueva España de México hizo todo lo posible para que aquello no funcionara.
Y luego está el tema clave de los niños. Hay que pensar lo que era ser un niño expósito a finales del siglo XVIII y principios del XIX. De estos niños se desconoce prácticamente todo, eran muy vulnerables, niños de hasta tres años. Pero para poder realizar la cadena vacunal, era imposible llevar vacas, que era donde se cultivaba la vacuna. Ahora esto, desde el punto de vista ético, sería impensable, y de hecho, sabemos que murieron niños. Isabel Zendal hizo prometer a Carlos IV que una vez que acabase la expedición los niños tuviesen acomodo, pero no estamos seguros de lo que pasó al final con todos. Sabemos que en el camino murieron al menos dos de ellos y después, dependiendo de dónde acabasen, se les acogió mejor o peor. Ninguno volvió jamás a España. Tampoco Isabel Zendal ni un hijo ilegítimo suyo con el que viajó.
P. En esa época de la expedición de Balmis se empiezan a conocer cada vez mejor las causas de las enfermedades y parece que vamos a ser capaces de erradicarlas todas, con vacunas y con otros medios. La medicina tiene muchos éxitos, pero con el paso del tiempo hemos dado por sentados esos éxitos y parece que hay un mayor escepticismo respecto a las posibilidades de la medicina para sanarnos. ¿Cree que ese cambio de percepción está justificado?
R. Cuando se sabe que hay una relación de causa y efecto entre algunos microbios y las enfermedades infecciosas, y aparecen las vacunas y otras opciones terapéuticas, surge una idea de progreso ilimitado. Pero después vemos que hay avances, pero también fracasos, porque la biología humana es muy compleja y el progreso no es continuo. Y la aparición de las nuevas tecnologías, que dan acceso a información que antes solo tenían los profesionales, y que a veces no se interpreta correctamente, puede favorecer ese escepticismo.
Creo que ese escepticismo existe y que lo tenemos que curar. Por un lado, con un buen hacer de los científicos y los médicos, por su integridad moral y que, por ejemplo, no se diga que algo es el descubrimiento del siglo o que vamos a cambiar la forma de tratar una enfermedad cuando el ensayo clínico no tenía las características adecuadas. Y también con una buena información en los medios. Que la gente tenga acceso a esta información, por su propio bienestar, y que no se venda como una película de buenos y malos.
P. A lo largo de la historia, ¿se ve que la ideología afecta al modo de practicar la medicina?
R. Si, por supuesto. Esos valores importan. Si tú ves la Agenda 2030, la idea de la salud va mucho más allá de la idea de dar fármacos o aplicar cirugías. Sabemos que para mejorar la salud también importa la vivienda digna o la alimentación, una idea de los programas de salud pública más amplia. La cirugía, los trasplantes, el diseño de fármacos o el conocimiento de la dimensión molecular de las patologías son fundamentales. Pero también es necesario que trabajemos sobre el medio ambiente, sobre las desigualdades sociales.
En general, yo apuesto por una visión de equidad y de justicia y por los sistemas públicos, que todo el mundo se pueda beneficiar de los avances científicos y médicos, porque es algo básico para la dignidad humana. Creo que hay que potenciar una investigación científica que sirva para todos, aunque eso no quiere decir que no sea importante el peso de fundaciones. A nivel histórico no podemos olvidar, por ejemplo, el papel de la Fundación Rockefeller.
“El diseño de fármacos o el conocimiento de la dimensión molecular de las patologías son fundamentales. Pero también es necesario que trabajemos sobre el medio ambiente, sobre las desigualdades sociales”
P. ¿Cómo ha cambiado a lo largo de la historia el tratamiento de la medicina de la salud femenina?
R. Cuando nace la medicina científica, en el mundo occidental, en la Grecia clásica, la mujer se considera un ser biológicamente inferior al hombre por naturaleza. Era vulnerable, estaba a punto de caer en la enfermedad. Por ejemplo, la menstruación se dice que es una forma que tiene el organismo femenino de expulsar los humores, un exceso de sangre que lleva mal. Mientras que el hombre, sobre todo en el periodo de juventud, es como la perfección desde el punto de vista biológico. Esto tiene implicaciones sociales de todo tipo. Las mujeres no entran en las universidades, por ejemplo, en Medicina, hasta finales del siglo XIX, y además pueden estudiar, pero, al principio, no pueden ejercer.
Como pacientes, había mucho desconocimiento. Durante mucho tiempo hubo una idea de que el útero era una especie de ser con vida propia que estaba en la cavidad abdominal y eso hacía que la menopausia o los sofocos se interpretasen como un ascenso del útero, como un animal casi vivo que ascendía y tocaba el diafragma. Con la ampliación del conocimiento de la anatomía se ve que la mujer no es inferior, es distinta del hombre, sobre todo en esos aspectos.
Después ha habido otras críticas, que han llegado fundamentalmente de la medicalización excesiva, por ejemplo, de los partos o de la menopausia. Pero tampoco hay que idealizar el parto natural, porque tiene riesgos. Como todo en la vida, en el justo medio puede estar la virtud.
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