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Elecciones Chile
Tribuna
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Campaña

La evidencia comparada en Chile sugiere que los debates rara vez transforman radicalmente la orientación del voto, pero sí podrían llegar a reconfigurar la superficie de la disputa

Faltando menos de 60 días para las elecciones presidenciales el ambiente festivo de septiembre ha puesto una pausa momentánea al escenario altamente polarizado que vive actualmente el país. En los próximos días, los protagonistas de la campaña presidencial y parlamentaria desatarán toda su artillería para lograr llegar con sus mensajes y relatos a los 15.779.102 de electores oficialmente habilitados, de los cuales una porción muy significativa corresponde a votantes que no emitieron preferencia en las elecciones presidenciales de 2021. Es difícil precisar cuántos son exactamente estos nuevos actores de la política y cuántos de ellos efectivamente participarán esta vez emitiendo un voto válido, pero las estimaciones más conservadoras bordean un piso de cuatro millones, descontando factores como abstención histórica y crecimiento vegetativo del padrón electoral, aunque matemáticamente la diferencia es de aproximadamente siete millones.

Los comandos electorales saben que tienen por delante un tremendo desafío comunicacional en la campaña, lograr llegar a un universo muy heterogéneo de electores con un mensaje que aglutine voluntades no siempre coincidentes. Las oportunidades para esto son escasas y se deben aprovechar al máximo posible, ya que constituyen espacios de visibilización pública de los candidatos y de sus propuestas. En este sentido, el primer debate televisivo realizado el pasado 10 de septiembre con los ocho candidatos oficialmente inscritos, permitió mostrar al elenco definitivo que se enfrentará en la primera vuelta del próximo 16 de noviembre. De acuerdo con la cobertura de los medios de comunicación, estudios publicados después del debate y comentarios de analistas, el evento no parece haber reordenado de manera sensible el mapa electoral, aunque puede haber generado algunos ajustes menores en las preferencias, que son coherentes con el desempeño de los candidatos. Sin embargo, debe recordarse que, en campañas polarizadas, los debates no cambian identidades, pero pueden ajustar segundas preferencias y predisponer a transferencias de voto clave.

Más allá de los estudios que analizan el desempeño de los candidatos, no conozco evidencia empírica de cuánto pueden llegar a influir actualmente los debates en las preferencias electorales de los chilenos. Hipotéticamente se podría suponer que frente a escenarios imprevistos de comportamiento electoral de esa inmensa masa de electorado no habitual, el votante obligado, el éxito del despliegue de los candidatos en estas performance públicas si podrían atraer una porción nueva de votantes o cristalizar preferencias en segmentos indecisos que están disponibles para cambiar de candidato a última hora. La evidencia comparada en Chile sugiere que los debates rara vez transforman radicalmente la orientación del voto, pero sí podrían llegar a reconfigurar la superficie de la disputa.

Por ejemplo, en los votantes que ya decidieron su voto, un buen desempeño de su candidata(o) en los debates presidenciales constituye un alimento que fortalece la moral de campaña y la disciplina militante de los más fieles. Sin embargo, para la estrategia de campaña, el verdadero botín sería capturar a los indecisos, los que de acuerdo con las estimaciones de los expertos electorales equivalen a uno de cada tres votantes potenciales. En contextos de voto obligatorio y alta abstención previa, se estima que la actuación de los candidatos en los debates podrían convertirse en una especie de catalizadores que activan decisiones postergadas o bien movilizan el temido voto castigo.

Lamentablemente, en particular para el ciudadano menos informado de las propuestas de los candidatos o el que está más ajeno a la política contingente, solo hay un debate televisivo programado para el 10 de noviembre, a escasos seis días de la elección. Es bueno recordar que el votante no habitual acude a las urnas muchas veces sin demasiado interés en la política, de manera que para este segmento en particular, el debate puede ser su primera y última impresión del candidato. Aquí, el riesgo de una actividad tan próxima a le fecha de elección no está solo en que un candidato diga algo equivocado, en mentir, en negar, sino en proyectar debilidad, rigidez o desconexión con la agenda ciudadana.

Si 2021 fue la elección del malestar y 2023–24 el bienio del cansancio (dos plebiscitos fallidos, expectativas frustradas, percepción de desorden), 2025 es la elección de la normalidad prometida: seguridad, servicios que funcionen y crecimiento con fundamento social. El votante medio no busca épica, busca predictibilidad. En ese terreno, quien tenga la mejor probabilidad de ganar será quien logre traducir la ansiedad en un contrato creíble de gobernabilidad: reglas claras, prioridades acotadas y resultados medibles. La sociología electoral lo ha mostrado una y otra vez: en contextos de incertidumbre, las mayorías silenciosas premian competencia técnica y capacidad de mando más que identidad ideológica pura, por lo que considero que actualmente la carrera presidencial continúa abierta, a pesar de que los datos insinúan poco margen para sorpresas.

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