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CASO AUDIOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hermosilla y el frágil Poder Judicial

Si sobre el tercero imparcial que debe ser el juez —o el fiscal, que desde la objetividad debe representar el interés social en las causas— pesan sospechas fundadas de estar respondiendo a intereses que no son los que justifican su existencia, entonces se le viene la noche

LUIS HERMOSILLA
Luis Hermosilla en 2019.MARIO TELLEZ (MARIO TELLEZ)

Las huellas de Luis Hermosilla solo parecen multiplicarse en más y más relaciones políticas y jurídicas, y lo revelan como un articulador central de cierta élite —aunque cuesta creer que sea el único—. Con esto, aparece una preocupación más sistémica, ya no solo respecto a figuras individuales que rompen la ley, sino respecto a cuán libres están nuestras instituciones de formas de corrupción que pensábamos ajenas a nuestro país. Entre ellas, las sospechas fundadas de una injerencia indebida de abogados y operadores en las designaciones de autoridades del Poder Judicial y de la Fiscalía son particularmente graves, pues tocan la médula de la confianza que sostiene ese conjunto de instituciones.

Los datos disponibles sugieren un panorama desalentador. Según la última encuesta Cadem, apenas el 10% de los encuestados tiene una evaluación positiva del Poder Judicial, mientras que un abrumador 77% considera que no garantiza la igualdad ante la ley. La situación se agrava al observar que todos los atributos del sistema de justicia en Chile son valorados negativamente. La confianza en tribunales alcanza solo un 18%, mientras que apenas un 24% considera que sus procedimientos son claros y transparentes. La eficiencia asimismo es percibida de modo positivo por sólo el 26% de los encuestados. En cuanto a su modernidad e imparcialidad, ambos aspectos obtienen un magro 33% de aprobación. Finalmente, solo un 36% cree que el Poder Judicial es completamente autónomo.

Con esto, se suma a la baja aprobación de varias de nuestras instituciones. Tal como el Congreso, los partidos e incluso la Presidencia de la República, el Poder Judicial cae en desgracia para la ciudadanía, y con ello termina de consolidarse una sorda crisis de legitimidad de la que este último parecía alejado, o al menos no se había puesto el foco en él.

El Poder Judicial, no lo olvidemos, es un poder el Estado y cumple una de las funciones más centrales en el andamiaje del poder: tomar para sí la solución de ciertos conflictos relevantes jurídicamente y resolverlos. Si sobre el tercero imparcial que debe ser el juez —o el fiscal, que desde la objetividad debe representar el interés social en las causas— pesan sospechas fundadas de estar respondiendo a intereses que no son los que justifican su existencia, entonces se le viene la noche. En cuanto a poder del Estado, concentra significativamente menos atención que los otros dos, pero la paradoja es que tiene un contacto mucho más directo y frecuente con la ciudadanía que el Ejecutivo o el Legislativo.

No es casual que El Federalista describa al Poder Judicial como el más débil de los tres poderes. Montesquieu lo considera “casi nulo”, sin “fuerza ni voluntad”. Su alcance es limitado: no puede enfrentar directamente al Ejecutivo o al Legislativo, solo atiende casos presentados por litigantes y sus sentencias aplican únicamente al caso concreto. Además, sus miembros rara vez intervienen en el espacio público más allá de sus dictámenes. No obstante, es difícil negar su importancia: los jueces son la voz de la ley, son quienes la aplican a casos específicos. Su independencia es fundamental para garantizar la justicia. Aunque muchos magistrados cumplen con los principios de la judicatura, la percepción de que en los tribunales intervienen intereses torcidos o que existen sistemas de justicia diferenciados según capacidad de influencia —en los nombramientos, la conformación de las salas, los acuerdos a los que se puede llegar, entre tantos otros ejemplos— es grave, pues los jueces tienen en sus manos decisiones de gran importancia. La ley queda muerta, se vuelve inaplicable, sin jueces que la apliquen con justicia. Por eso, no es casual que proyectos que buscan limitar la oposición y socavar la democracia, como la fallida Convención Constitucional chilena o la polémica propuesta de Andrés Manuel López Obrador en México, apunten a modificar la designación y el actuar de los jueces.

A pesar de todo, la crisis no solo destruye; también revela caminos. En este terremoto institucional, entre los escombros, asoman claves para reconstruir. ¿Cómo reinventar los nombramientos para que sean genuinamente meritocráticos y den garantías a todos? ¿De qué forma blindar una autonomía que resista presiones? El desafío es mayúsculo: se trata nada menos que de exigir rendición de cuentas sin socavar la independencia judicial. Y luego está el amiguismo, esa telaraña invisible que todo lo enreda: ¿Cómo extirparla de raíz? ¿Cómo terminar con la sensación de opacidad, de arreglos de espalda a la ciudadanía? Estas preguntas no son retóricas. Son el mapa para navegar hacia un sistema judicial que, por fin, haga honor a su nombre.

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