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El grito de auxilio de Catalina Cayazaya en la voz de su madre

El suicidio de la joven estudiante de Terapia Ocupacional abre el debate sobre los malos tratos a los becarios en el sector de la salud en Chile

Carolina Cors, pediatra y madre de Catalina Cayazaya
Carolina Cors en Machalí, en la Región de O'Higgins (Chile).SOFIA YANJARI
Antonia Laborde

En la silla de la cabecera de una larga mesa de madera reposa una pizarra de corcho de la que penden una serie de fotos de Catalina Cayazaya, una chilena de 26 años que se quitó la vida el pasado 16 de marzo en su hogar familiar de Machalí, a unos 100 kilómetros al sur de Santiago de Chile. En las imágenes impresas, la estudiante de Terapia Ocupacional de la Universidad de los Andes se ve alegre, serena, liviana. Su rostro sonriente lleva un par de semanas circulando por las redes sociales y los noticieros chilenos luego de que Carolina Cors, su madre, denunciara que sufrió “maltrato” y “hostigamiento” por parte de las tutoras responsables de su internado en el último año de carrera y que la institución educativa no le brindó el apoyo necesario, pese a haber seguido el conducto regular para este tipo de situaciones.

Carolina, la madre, médico pediatra de 53 años, nacida en la norteña ciudad de Antofagasta, lidera una campaña para acabar con los maltratos, a la que también se han sumado amigos y compañeros de la joven fallecida. En la cuenta de Instagram JusticiaxCatalina caen como gotas los comentarios de estudiantes del área de la salud que empatizan con el relato de la víctima. “Los estudiantes de salud sufren maltrato real y las autoridades y docentes se cubren entre ellos”, “muchas veces me sentí como Catalina, empecé a odiar mi carrera”, “dos semanas en el internado bastaron para destruirme emocionalmente”, son algunos de los miles de mensajes publicados por alumnos sobre sus experiencias negativas antes ingresar al mundo laboral.

“Yo sufrí el dolor de mi hija durante dos años. Obviamente este es un dolor distinto, pero me vi en la obligación de tratar de hacer justicia, de visibilizar algo que ocurre a vista y paciencia de todo el mundo. Lo único que espero obtener es un poco de paz, sentir que pude terminar lo que ella quiso hacer”, sostiene Carolina, de contextura delgada y voz firme, sentada en el salón de su casa. Cuenta que su psicóloga le dice que esta lucha por mejorar los protocolos y fiscalizaciones dentro de las escuelas de salud es su manera de procesar el duelo. “Es darme una tarea que me hace salir de la cama todos los días. Nunca va a tener sentido la muerte de mi hija, pero al menos poder sacar algo positivo del dolor”, afirma.

La madre de Carolina, la abuela de la estudiante fallecida, es terapeuta ocupacional. Relata que a través de ella fue que su hija se acercó a ese mundo y sembró una vocación basada en incrementar la autonomía de los pacientes que sufren algún grado de incapacidad. Y le pareció normal que siguiera esa senda. “Sentía que la Cata estaba hecha para eso. No tuve ninguna aprehensión. Yo estudié medicina en la Universidad de Chile, en el Hospital J.J. Aguirre, donde estaba lleno de diostores, personas absolutamente soberbias, de trato desagradable. Pero a la Cata le hicieron un hostigamiento completamente diferente”, relata la mujer, madre también de dos hombres (uno de 23 y otro de 17, con el que vive).

“Las trataban de tontas”

Durante los primeros cuatro años de estudio, todo marchó bien para Catalina: amistades, buenas notas y sus profesores la apreciaban. El primer día de internado saltó la alerta. Le habían asignado un asilo de ancianos, en el que la tutora responsable la dejó llorando al segundo día (la tutora es una terapeuta ocupacional designada por el centro, no por la universidad). “Me llamó y me dijo que las trataba de tontas –a ella y su otra compañera–, que le preguntaba ‘¿cómo llegaste al internado si no sabes hacer nada?’, ‘te tengo que enseñar todo’. Ese tipo de comentarios en forma persistente. Y la Cata inmediatamente empezó a ser otra persona”, cuenta Carolina en medio de un absoluto silencio que solo es interrumpido por los saltos y golpes contra el ventanal de Frida y Trotsky, los dos revoltosos perros que le llevó a su hija para que los cuidara, siguiendo una recomendación terapéutica.

A partir de esa experiencia en el asilo, la secuencia de malos tratos y avisos a la universidad fue constante, según el relato de la madre. Las primeras respuestas de parte de la supervisora de los internados, profesora de la Universidad de los Andes, una institución privada del Opus Dei, fueron: “No puedes ser tan sensible, tienes que endurecer tu carácter. Si no, no vas a poder ser un buen profesional”, narra Carolina. “Esas son las respuestas que te dan. Invalidan tu sensación de sentirse maltratado”, añade.

La estudiante reprobó el examen final del internado de siete semanas y decidió posponer el segundo (son, en total, cinco internados). Carolina se fue de Santiago a la casa de su madre, en Machalí, y comenzó a ir al psicólogo. En medio de su aislamiento, vio cómo en el grupo de Whatsapp de sus compañeras muchas se quejaban de los tratos recibidos en los centros donde hacían el internado. “La Cata les dijo ‘chiquillas, vamos a la dirección y planteemos esta situación. Es la razón por la que yo no puedo volver y ustedes me están contando cómo lo han pasado de pésimo’. Yo la aleoné bastante con que escribieran una carta”.

Carolina Cors con Frida y Trotsky, los perros de su hija.
Carolina Cors con Frida y Trotsky, los perros de su hija.SOFIA YANJARI

La misiva enviada desde el correo de Catalina la firmaron 26 alumnas, la mitad del curso. La directora académica las citó a una reunión por Zoom, que escuchó Carolina desde fuera de la habitación. “Las trató pésimo. Les dijo que lo que estaban haciendo era muy grave, que no podían mandar por escrito injurias a su profesora y que arriesgaban la suspensión de su internado”. Después de otro encuentro presencial de cada firmante con las autoridades académicas, nadie más se volvió a quejar, cuenta la médica.

“Mami, perdón”

Ese 2022, Catalina lo dedicó a investigar para la tesis, la que defendió con sus compañeros a finales de enero de 2023. La aprobó. “Salió contenta, feliz, le sirvió mucho. Sus amigos también le decían que volviera, que no era tonta. Ella tenía la autoestima en el suelo, sentía que no podía hacer nada o que lo haría mal. Esa era su angustia”, recuerda la madre. Tras un año con licencia psiquiátrica por depresión, angustia y síndrome ansioso, regresó a la universidad en marzo de 2023. Le asignaron realizar el internado en una consulta particular de una terapeuta ocupacional que hacía clases de la universidad, en vez de un centro o institución, que era lo común. Tuvo una buena experiencia hasta que unos días antes del término, en el que debía rendir su examen, todo se complicó -la madre conserva los correos y Whatsapp donde le dicen que no puede rendir el examen final por faltar un día- y, finalmente, reprobó el internado.

El último internado al que se inscribió Catalina sería en un asilo de ancianos. Dos días antes, la cambiaron a un centro con la supervisora que no quería que rindiera el examen por una inasistencia. Ella ejercía ahí de tutora y supervisora, los dos roles, cuenta Carolina. “El saludo de bienvenida era ‘¿Te tomaste tu pastilla en la mañana, cierto?, ¿vienes bien?. Yo ya no sé, como me dicen que estás con tantos problemas psiquiátricos quiero asegurarme que te estés tomando tus pastillas’. Lo decía delante de los usuarios. ‘Te acabas de echar [reprobar] el otro examen, ¿tú crees que estás en condiciones de seguir?’. Así era todos los días. La Cata llegaba llorando hasta que un día le dio un ataque de pánico y no volvió a ir”, detalla la madre.

Carolina dice que fue a hablar tres veces el año pasado con la directora académica en busca de ayuda. El pasado agosto le escribió un correo advirtiéndole que su hija ya no quería vivir. La universidad le respondió que ya había adoptado las medidas necesarias para que Catalina volviera de manera segura, pero no le detallaron cuáles y la supervisora seguía en su cargo y sería la responsable de evaluarla. Carolina intentó convencer varias veces a su hija para que se cambiara de universidad. Pero la joven ya no quería nada. La psiquiatra le dijo que no podía sacarle los ojos de encima y la médica pidió una licencia en el Hospital de Rancagua, donde trabaja, para cuidarla. La joven pasaba los días encerrada en su habitación, sin comer, empastillada, agotada. El 16 de marzo, Carolina la encontró sin vida en su cama junto a una nota que rezaba: “Mami, perdón por no poder soportar este dolor”.

La Superintendencia de Educación Superior (SES) de Chile ofició a la Universidad de Los Andes, que inició una investigación para determinar “eventuales responsabilidades” y separó de sus funciones a las tutoras en cuestión. También emitió un comunicado rechazando “cualquier tipo de maltrato”. Consultado sobre el caso, José Antonio Guzmán, rector de la U. de Los Andes, sostuvo: “Comprendemos el dolor de la familia de Catalina, para nosotros también es muy doloroso, por eso creemos que es importante esperar a que termine la investigación, tener una mirada completa y tomar las medidas adecuadas”.

El Superintendente de Educación Superior, José Miguel Salazar, se reunió con la madre la semana recién semana y le dijo que ellos mismos recabarán testimonios en la universidad. Ella dice: “Sus compañeras y algunos profesores quieren hablar. Si efectivamente eso ocurre, va a empezar una semillita de cambio. Si no tienen un mea culpa los profes, al menos que no lo hagan por miedo a que los vayan a acusar”, dice esperanzada, acompañada de Frida y Trotsky, los perros a los que siente como hijos de Catalina y que ahora debe cuidar.

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Antonia Laborde
Periodista en Chile desde 2022, antes estuvo cuatro años como corresponsal en la oficina de Washington. Ha trabajado en Telemundo (España), en el periódico económico Pulso (Chile) y en el medio online El Definido (Chile). Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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