Torturas y abusos en los sótanos de La Moneda: “No ha habido reparación, cada uno se las ha arreglado como ha podido”
Ana María Campillo relata en la víspera del 50 aniversario del Golpe militar en Chile su detención en el centro que en 1973 y 1974 funcionó en el subterráneo de la plaza frente al palacio presidencial
Ana María Campillo y su amiga Isabel querían gastarle una broma a los chicos con los que estaban saliendo a mediados de 1974, cuando todavía no se cumplía un año de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Los cuatro universitarios eran de izquierdas y participaban en actividades de resistencia de tono menor. Ellas consideraban que sus parejas, militantes del Partido Socialista, eran algo descuidados con el material clandestino que manejaban, así que pensaron darles un susto en el piso que ellos compartían. Habían quedado en la noche, pero las jóvenes, que tenían llave, llegaron antes. Pusieron un disco del Lago de los Cisnes y, entre risas, desordenaron la casa para que pareciera que la habían allanado. A las 19.00 horas sonó el timbre. Isabel fue a abrir la puerta y regresó al salón con el rostro desencajado. “Qué bien actúa esta”, pensó Ana María, hasta que vio aparecer a un hombre vestido de civil apuntándole con una metralleta. Luego se dejaron ver otros cuatro más.
En una cafetería a pasos de la Plaza de la Constitución, frente al Palacio presidencial de Chile, Ana María Campillo (70 años, Osorno) recuerda la inocencia y la lucha de ese grupo de amigos. En el subterráneo de aquella plaza operó el cuartel del Servicio de Inteligencia de Carabineros (SICAR), uno de los centros de represión más desconocidos del país. Allí interrogaron, torturaron y violaron a Campillo. Su relato es nítido y emocional. Pero está cansada. El 30 de agosto pasado, casi medio siglo después de lo ocurrido, la Corte Suprema condenó a seis exagentes del SICAR por los delitos de los que fue víctima. El trabajo de la Corporación Humanas fue clave en la búsqueda de justicia. Ese mismo día, el presidente Gabriel Boric colocó una placa que da cuenta de que el actual estacionamiento de La Moneda fue el Cuartel N° 1, un centro de tortura.
La actividad se hizo sin presencia de la prensa, solo minutos antes de informar el país sobre el Plan de Búsqueda de desaparecidos de la dictadura. Estaban presentes una decena de miembros del colectivo Plaza de la Constitución, la agrupación de las víctimas conformada por unos 30 sobrevivientes del cuartel que operó entre 1973 y 1974. También participaron tres ministros –Carolina Tohá, Camila Vallejo y Luis Cordero– y el general director de Carabineros, Ricardo Yáñez. El encargado de presidencia le advirtió la noche anterior al colectivo que Yáñez participaría de la ceremonia. “Fue muy reparador. El presidente fue muy cercano, nos abrazó. Estar ahí, darle relevancia a ese sitio, el subterráneo de la casa de Gobierno donde se bombardeó la democracia, es muy importante”, señala Campillo.
“El segundo secuestro estuvo feo”
Campillo se instaló en Santiago durante el Gobierno de Allende para estudiar enfermería en la Universidad de Chile. Vivía en un pensionado femenino, donde las ideas de izquierdas eran las dominantes, las mismas que había escuchado de su padre, un español que huyó de la guerra civil de su país, y de su hermano, miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Estaba comprometida con el proyecto de la Unidad Popular y gozaba del “estallido cultural”. El 11 de septiembre de 1973, el día del golpe, la pilló en el Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO), dedicado a asesorar a Allende y donde otro de sus hermanos cumplía un papel administrativo. Los investigadores, la mayoría extranjeros, fueron pidiendo asilo con el correr de los días hasta que solo quedaron los Campillo. Su plan era uno: resistir.
A pesar de que Ana María no era militante ni tenía ningún cargo con injerencia, la expulsaron de la universidad. En marzo de 1974, comenzó a salir con Francisco, un estudiante de economía socialista que la introdujo en su mundo político. Le presentó a su compañero de piso, Alberto Zerega, y éste a su hermano, Víctor. “Seguíamos haciendo actividades de resistencia muy mínimas”, apunta Campillo, como repartir el periódico Unidad y Lucha. En un par de ocasiones, Víctor Zerega, que tenía un cargo relevante en la estructura clandestina, le pidió que la acompañara a ciertos sitios como si fuese su novia. Le advirtió que podía ser riesgoso, pero Ana María accedió sin hacer mayores preguntas.
Fue la tarde del 19 de junio de 1974 cuando Ana María, de 20 años, e Isabel, desordenaron la casa de sus parejas en el municipio de La Reina. Los agentes las revisaron e interrogaron contra la pared hasta que llegaron tres muchachos: Francisco, el novio de Ana María, Alberto, el chico de Isabel, y otro compañero de piso, un obrero que no estaba metido en política. A todos les preguntaban insistentemente por un tal Santiago.
Los agentes interpelaron a los jóvenes, mientras otros hurgaban en los bolsos y cajones de la casa. Cuando el coronel Manuel Muñoz Gamboa encontró un microfilm de un periódico de izquierdas se los llevaron detenidos. Con los ojos vendados y esposados, los metieron en una camioneta hacia el cuartel clandestino debajo de la Plaza de la Constitución, conocido hoy como El Hoyo. A Isabel, la amiga, la llevaron a su casa. Era sobrina de un general de Carabineros.
“Yo estaba muy asustada, pero trataba de mantener la calma. No estábamos para nada tan involucrados como para pensar que nos iban a hacer lo peor”, explica Campillo. Los mantuvieron cuatro días encerrados en lo que había sido un baño de 3x2 metros, apiñados con otros cinco detenidos. Uno de ellos, un chiquillo, lloraba desconsolado. Había sido el que delató la casa de La Reina. Les pedía perdón, desesperadamente. Francisco, el más combativo, rogaba a los agentes que no le hicieran nada a Ana María, entonces una joven de pelos largos y ropa hippie, a la que bautizaron Pequeña langosta, por una canción popular de la época.
“En el primer secuestro a mí no me torturaron, pero me desnudaron y golpearon. El segundo fue el que estuvo feo”, dice Ana María. Soltaron a todos los amigos, menos a Francisco, su chico. Cuando se subieron a la camioneta, el chófer le dijo Alberto Zerega: “Ya cagó tu hermano”. En esas horas libre, Campillo informó de esta situación a dos estudiantes del círculo político. Fue un hecho que marcó lo que que vendría después.
“De esta no vuelve”
A las seis de la mañana del día siguiente, un grupo de agentes irrumpió nuevamente en la casa de La Reina. Alberto, resignado, se preparó para la detención. “No, usted quédese ahí, la necesitamos a ella. Y esta vez lleve ropa abrigada, porque de esta no vuelve”, dijo uno de los agentes señalando a Campillo, que posiblemente había sido espiada mientras daba el recado. Nuevamente la llevaron a El Hoyo, donde continuaba el chico con que salía, Francisco. “El trato ahí fue muy duro. Pensaba que les había mentido y que yo era alguien importante. Me violaron y me advirtieron que si me quejaba me volverían a violar otras 10 veces más”, recuerda Campillo.
El capitán del SICAR, Germán Esquivel Caballero, acudió personalmente a interrogar a Ana María Campillo. Le preguntaba insistentemente por Santiago que, según supo entre las dos detenciones, era la chapa de Víctor Zerega, que estaba detenido en el mismo recinto. Víctor ejercía como miembro del Comité Central del Partido Socialista, algo que Campillo ignoraba.
Siete días después, la noche del 1º de julio, la liberaron en la calle Alameda. Afirma que jugó a hacer el papel de tonta y, aunque se lo hicieron pagar, dio resultado. Con sus ropas rasgadas, sucia, caminando errática por la semana de oscuridad, entró a una cafetería a pedir un teléfono. Acudió a Alberto, su amigo, quien inmediatamente le preguntó si había visto a Toquinho, como le decía cariñosamente a su hermano Víctor. Ana María le contó que estaba en el cuartel y que había podido hablar largamente con él durante las noches de encierro. Y que lo último que había escuchado era que se lo llevarían a Valparaíso. A los pocos días, salió en la prensa roja que lo habían encontrado muerto en la playa. Ahogado y baleado. La causa de muerte, rezaba el artículo con información falsa, había sido una riña entre homosexuales.
Ana María, de mirada dulce y voz transparente, interrumpe el relato. Se quiebra. “49 años y uno todavía sufre…¿por qué? Porque no ha habido un camino de reparación. Cada uno se las ha arreglado como ha podido. Yo hice terapia, pero por mucho tiempo no contaba estas cosas por temor. El apoyo ha sido muy precario”, dice.
A Francisco, el chico con que salía, se lo llevaron al centro de tortura de la calle Londres 38 y luego se fue al exilio en México. Abandonó el país pensando que Ana María estaba muerta. La culpa lo acompañó hasta que regresó a Chile a comienzos de los noventa y le preguntó a un amigo qué se sabía de Alberto Zerega, su compañero de piso y hermano de Víctor, ejecutado político. Le dijeron que estaba bien, casado hace muchos años con Ana María Campillo, y que tenían tres hijos. Francisco, fuera de sí, los contactó. Fue un encuentro lleno de dolor y perdón. Reparativo. Alberto y Ana María rompieron hace 20 años.
Hoy, el colectivo Plaza de la Constitución, al que pertenece Ana María Campillo, está a la espera de que La Moneda cumpla su compromiso: colocar en la plaza del palacio de Gobierno un monolito inspirado en el muro curvo del subterráneo donde operaba el centro de tortura. Tendrá un jardín con forma de medialuna donde se levantará una placa que mencione el cuartel y otra a Víctor Zerega. La palabra del Ejecutivo, según Campillo, fue inaugurarlo el próximo año, cuando se cumplen 50 años del asesinato de Toquinho.
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