Final feliz para la trágica muerte de Víctor: el azafato de Iberia que resurgió de unas cartas tiradas en la basura
Dos jóvenes madrileñas hallan 50 postales en una calle de San Sebastián y reconstruyen la historia
Frangipani es una flor tropical de cinco pétalos con un aroma muy agradable. O el nombre de un efímero grupo de blues de dos veinteañeras madrileñas con fragancias de hippies, que hace dos veranos emprendió una gira por el norte de España en una autocaravana. 26 de julio de 2018. San Sebastián. Concierto del panameño Rubén Blades en la playa de Zurriola. Tras concluir la velada, Andrea Yoko, de 29 años, y Carmen Peña, de 25, deciden dar un último paseo de despedida por las señoriales vías donostiarras:
—¿Y esto?
Sobre una acera de la calle de Arrasate y a muy pocos metros de la playa de la Concha, observan en el suelo un montón de retales antiguos dispersados: recetas de cocina por aquí, libros por allá, prendas de ropa… y 50 postales antiguas de los años cincuenta, sesenta y setenta firmadas por un tal Víctor. Las dos jóvenes se van a un bar a leerlas:
“Querida mami. Ya sé que no te escribí para tu cumpleaños, pero donde estaba ya no podía hacerlo a tiempo. Sabes que en todo momento estoy con vosotros en espíritu y que os quiero mucho. Espero veros a todos muy pronto. Un fuerte abrazo de tu hijo Víctor Souto Gil. Hamburgo, 14 de noviembre de 1960”.
¿Quién es este Víctor que ha viajado por medio mundo? Berlín, Buenos Aires, Venecia, Copenhague, Tokio, Bogotá, Mallorca, Lisboa, Cuba, Río de Janeiro… Otra carta. 7 de abril de 1958. “Querida famiglia, esta ciudad es maravillosa. Miras y miras y nunca te cansas. Como dice la canción World is a many splendoured things. Hasta pronto, Víctor”. Otra postal más. “Querida hermana. Recibe un fuerte abrazo del siempre eterno viajero. A Maite otro. No me acuerdo del número de la calle. Estaré en Madrid el 15 de julio. Nueva York, 1 de julio de 1971”.
Las dos jóvenes sospecharon que este tal Víctor tenía que ser una persona con mucho dinero o quizá un piloto de avión o, tal vez, un azafato de vuelo por las indicaciones que escribía. Ante las dudas, preguntaron a Google. “No encontramos nada”, cuenta ahora Yoko resignada. De vez en cuando, eso sí, volvían a teclear por si acaso. Pero nada. Ni rastro. Siete meses después, ya en Madrid, Google les ofreció una pista. “Dimos con una esquela de una señora llamada Cecilia Souto Gil en el Diario Vasco”. La esquela, que todavía está visible, decía lo siguiente: “Cecilia Souto Gil falleció el 28 de febrero de 2019 a los 96 años. Su hermana y hermanos: Manuela y Ramón Iturripea (†), José Antonio (†) y María Milagros Ibáñez (†) y Jesús Victor (†), sobrinos, primos y demás familiares ruegan una oración por su alma”. “Jesús Víctor tiene que ser nuestro Víctor”, dijo Yoko. Volvió a leer la esquela una, dos, tres, cuatro veces. Eureka. “¡Hay un nombre sin cruz en la esquela!”, se dijo. “Manuela quizá sea una hermana de Víctor”. Google volvió a hacer magia. Teclearon su nombre en las páginas blancas y apareció un número de teléfono:
—¿Sí?
—Hola, ¿los Souto Gil?
—Yo no, es mi madre.
—Mire, mi nombre es Andrea Yoko y el verano pasado me encontré un montón de postales de Víctor Souto Gil en San Sebastián.
—Víctor es el hermano de mi madre.
La conversación se alargó unos minutos. Al teléfono estaba Imanol, un sobrino de Víctor de 63 años que, sorprendido ante la llamada, le contó la historia de su familia. Los Souto Gil eran cuatro hermanos. El cabeza de familia y padre de Víctor, Andrés, trabajó como chófer para una empresa de jabones. Le dijo que fue una familia acaudalada hasta el inicio de la Guerra Civil. “Cuando comenzó la guerra se llevaron a mi abuelo (el padre de Víctor) a hacer el paseíllo. Un vecino tocaba cada noche la puerta de casa y se lo llevaba de paseo hasta las vías del tren. Allí, a quien corría, le pegaban un tiro”, cuenta ahora por teléfono Imanol. Él se salvó. Hasta que no pudo más. Una tarde de 1936 recogieron sus cosas de San Sebastián y huyeron hasta Santander. “Mi madre me ha contado que vieron cientos de familias por el camino huyendo en burros y carros”. En la capital cántabra se subieron a un barco con destino a Burdeos. Desde 1936 hasta 1941 vivieron hasta en cinco ciudades francesas porque el abuelo encontró trabajó como chófer de un médico. En 1941, en plena dictadura franquista, regresaron a San Sebastián. Lo habían perdido todo.
—¿Y quién era Víctor?, insistió Yoko.
El pequeño Víctor se llamaba en realidad Jesús Víctor. Nació en Donostia en 1928. Fue a un colegió francés. Hizo la mili entre Málaga y Las Palmas. Era un tipo corpulento, de 1,85 metros de altura. Espabilado, gracioso, con mucho desparpajo, según Imanol. Amante de la cultura, hizo muy buenas migas con locutores de radio y gente de la farándula andaluza. De hecho, en las fotos familiares se le ve muy presumido y coqueto. Un día, ningún miembro de la familia sabe muy bien la historia, entró en Iberia como azafato. “Siempre lo sospeché”, sonríe ahora Yoko. Sus sobrinos dicen que tenía “algo de pluma” y que nunca se casó. Lo llamaban el tío de América por sus largos viajes.
Al tío Víctor le gustaba beber whisky y fumar un tabaco rubio que olía de maravilla. Recorrió casi todo el planeta. Al jubilarse tenía pensado comprarse un caserío por la zona de San Sebastián para estar cerca de sus hermanas. Al final, Imanol no recuerda los motivos, optó por Sevilla, a casi 1.000 kilómetros de distancia. ¿Un amor? Quizá. Murió el miércoles 28 de marzo de 2001. “Nos dijeron que le dio algo mientras aparcaba el coche. Fue un accidente fatal. Estiró la pierna con la marcha atrás puesta y pisó el acelerador”. Se desnucó al chocar con otro vehículo. Ahora está enterrado en el cementerio de Polloe de San Sebastián junto a sus padres y hermanos.
Yoko e Imanol hicieron muy buenas migas por teléfono. La conversación, claro, derivó en una invitación: “Cuando quieras te vienes a San Sebastián y conoces a mi madre, la única hermana que queda viva de Víctor”. Yoko, aventurera, no se lo pensó dos veces. El pasado noviembre se montó en un tren y se presentó en la casa de Imanol para almorzar unas lentejas. “Mi madre tiene mucho carácter, a ver qué tal le caes”, avisó Imanol antes de entrar.
El sobrino del azafato Víctor cuida de su madre desde hace 10 años porque a Manuela, de 95, cada día le falla un poco más la memoria. “Aún conserva momentos de lucidez”. La tarde de la visita, la hermana del tío de América recibió a Yoko sentada en el sofá del salón:
—Mucho gusto.
Manuela confesó que durante mucho tiempo pintaba, que los cuadros de las paredes de la casa son suyos, que el café se toma con mucho azúcar y que se acordaba de su hermano Víctor. “¿Está vivo?”, preguntó inocente a su hijo Imanol. “No, ama. Murió hace muchos años en Sevilla. ¿No te acuerdas?”. Esta vez no. Y se durmió la siesta.
Imanol y Yoko cerraron la puerta y se fueron a dar un paseo por el paseo marítimo donostiarra. “Las postales que encontraste estaban en la casa de mi tía, la de la esquela. Creemos que fue la chica de la limpieza quien las tiró”. Hace poco más de un mes, Yoko volvió a telefonear a Imanol para preguntar por el estado de Manuela. “Está un poco descolocadilla. A ratos no me reconoce, pero hace unos días me preguntó por ti. Me dijo: ‘Qué chica tan educada era esa joven de Madrid, ¿no?, ¿crees que volverá?”. Y Yoko fue tajante.
—Pues dile que pronto.
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