Lo que Fátima Báñez le dejó a Sara
Los ‘riders’ y falsos autónomos ni siquiera llegan a la categoría de precarios porque no tienen contrato laboral
De aquellos polvos estos lodos. Nada menos que 55 catedráticos de Derecho Laboral de España, casi la mitad de los que existen, suscribieron en 2012 un comunicado conjunto en el que advertían de las consecuencias de la reforma laboral que proyectaba el Gobierno del PP. En sus argumentos desmontaban los dos principales señuelos con los que la ministra Fátima Báñez pretendía legitimar la contrarreforma: el de que serviría para crear empleo y el de que acabaría con la “insoportable dualidad” del mercado de trabajo. La dualidad entre unos empleados supuestamente privilegiados por tener contrato indefinido y muchos otros, en su mayoría jóvenes, sometidos a la precariedad.
Para los catedráticos, la reforma implantaba “un verdadero sistema de excepción en las relaciones laborales, otorgando poderes exorbitantes al empresario”, de manera que “la constante reducción de los derechos de los trabajadores se acompaña de una progresiva afirmación de la unilateralidad empresarial, sin control ni contrapeso”. Pero la cualificada advertencia de quienes mejor conocían lo que podía ocurrir fue ignorada y lo ocurrido a partir de entonces es un ejemplo de cómo se puede construir un relato destinado a enmascarar la realidad e imponer unos objetivos políticos que, de hacerse explícitos, serían rechazados.
Las estadísticas no reflejan el calvario que muchos jóvenes no cualificados tienen que pasar para encontrar trabajo
Algo parecido está sucediendo ahora, aunque a la inversa, a propósito del salario mínimo interprofesional. Cuando el gobierno de Pedro Sánchez anunció que iba a subirlo un 22%, el Banco de España salió raudo para advertir de que la subida destruiría 125.000 empleos. No fue así, pero ello no impide que ahora, ante una nueva subida, el Banco de España insista, contra toda evidencia, en la misma predicción.
La reforma laboral de 2012 ha tenido consecuencias muy negativas para millones de personas. Lo ocurrido con Ryanair es solo el último ejemplo del efecto que ha tenido en la calidad y seguridad del empleo: poder casi absoluto para la empresa, como advertían los catedráticos, y escasa capacidad de defensa para los trabajadores. Solo así se explica que una compañía privada que desde 2003 ha recibido 60 millones de euros de fondos públicos por operar en el aeropuerto de Girona, pueda primero chantajear a la Generalitat, como hizo hace ocho años para renovar el convenio de 2003, y ahora, a los trabajadores.
Entre los efectos del nuevo ecosistema laboral figura la desprotección total de una nueva clase de trabajadores, la de los falsos autónomos y los riders, que ya ni siquiera entran en la categoría de precarios porque no tienen contrato laboral. Son meros prestadores de servicios y trabajan en condiciones de estrés y de sometimiento casi feudal, como muy bien refleja Ken Loach en su última película, Sorry we missed you. La desprotección ha llegado al extremo de que un trabajador puede ser despedido en España por ponerse enfermo. Lo ha avalado una sentencia del Tribunal Constitucional cuyo ponente —conviene recordarlo ahora que se habla tanto de incompatibilidad entre política y justicia— es el magistrado Andrés Ollero, que durante 17 años fue diputado del PP.
Ocho años después de aquella reforma que iba a dar estabilidad al empleo, el empleo es más inestable que nunca. Incluso para los afortunados que logran un trabajo fijo: el 31% de los 11 millones de contratos fijos firmados desde 2012 son de menos de un año. La “insoportable dualidad” del mercado laboral con la que se justificó no solo no se ha corregido, sino que se ha hecho más insoportable. La precariedad se ha generalizado entre los jóvenes, lo que deja a los pies de los caballos a toda una generación que ya se acerca a los cuarenta y que en muchos casos no estará a tiempo de cotizar el tiempo suficiente para cobrar una pensión mínimamente digna.
La reforma laboral ha creado además una nueva categoría: la de los trabajadores pobres. España es el tercer país de la UE con mayor proporción de gente que, aun teniendo trabajo, es pobre. En 2017 representaban el 13,1% de todos los trabajadores y el 15% de los hogares con algún miembro empleado. Un informe de Fedea incluye a cinco millones los trabajadores en esa categoría, pero estas estadísticas difícilmente permiten apreciar el calvario que muchos jóvenes no cualificados pasan para encontrar trabajo, obligados en el mejor de los casos a encadenar subempleos mal pagados. Es la herencia que Fátima Báñez le ha dejado a Sara, la protagonista de la película La hija de un ladrón, de Belén Funes. Otra vez es el cine social el que nos acerca a esta realidad de sueños rotos y vidas atropelladas. El estrés de la precariedad pone a prueba la salud mental y por eso la ansiedad y la depresión se están convirtiendo en la enfermedad laboral de nuestro tiempo. Hay muchas jóvenes como Sara que han de luchar cada hora del día por una vida que les cuesta mucho trabajo vivir.
A todo esto es a lo que el nuevo gobierno ha de poner remedio con la derogación de aquella infausta reforma laboral.
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