Y cuando salen qué bonitos son
Los días de sol en invierno deberían regalárnoslos en el trabajo para que los aprovechásemos al aire libre
Los días de sol en invierno tendrían que ser festivos y, si me apuran, sagrados. Da igual que el astro rey esté timidín, que caliente a medio gas, que su luz se apague temprano. No importa nada de lo anterior, puesto que sus efectos están por encima: aflojan la sonrisa, alejan las nubes del cielo y también del entrecejo, que yo llevo fruncido sin darme cuenta hasta que llega el 23 de Marzo y se produce el cambio de estación.
Los días de sol en invierno deberían regalárnoslos en el trabajo para que los aprovechásemos al aire libre. Son como oasis, como camas mullidas con sábanas que huelen a limpio, en casas bonitas y en las que te reciben con hospitalidad, tras caminar sin cesar por desiertos grises y helados que parece que no tienen un final.
Los días de sol en invierno, si no existieran, que no olvidemos que hay latitudes en las que no aparecen ni en pintura, tendrían que inventarlos, con el fin de que iluminaran todas las sombras de la calle, de los campos y también las que se van generando dentro del cuerpo a medida que cumplimos años.
Los días de sol en invierno son como un perchero gigante que te permite aparcar el abrigo, el paraguas y el gorro, aunque sólo sea por un instante y que te hacen pensar que ya queda menos para la primavera y el verano.
Los días de sol en invierno reactivan la melanina, llenan el depósito de energía y le dan un empujón a la vitamina D. Son igualitos que el avituallamiento que dan en las carreras de bicis o en los maratones. Cuando el deportista cree que ya no puede más, se bebe uno de esos refrescos con sales e, inmediatamente, vuelve a comenzar.
Los días de sol en invierno son los que sirven para tomar las calles y los parques y los bancos y no olvidarse del aspecto que tiene el barrio. Sirven para poder caminarlo sin andar encorvada por el frío y hacerle promesas (al barrio, sí) de vuelta próxima, de pipas pronto, de paseos, en lugar de carreras apresuradas, de besos en exteriores y no en portales, de juegos y gritos de niños en los toboganes.
Los días de sol en invierno son tan esperados que, si nada nos lo impide, salimos en tropel y buscamos terrazas y nos creemos en mayo y hasta en julio y pedimos lo que sea pero fresco y pasamos de los poleos menta porque le damos alas al espejismo y lo estrujamos, no vaya a ser que dure poco.
Los días de sol en invierno, en Madrid, por suerte son más frecuentes que en otros sitios y nos provocan una amnesia de supervivencia que nos hace olvidar, hasta la siguiente, las olas de frío que nos sacuden y a las que, por cierto, últimamente, ponen muchos nombres que repetimos sin saber muy bien a qué aluden.
Soy consciente de lo cursi que suena esto, pero… los días de sol en invierno son pura vida y alargan la ídem o, al menos, da esa sensación y cuando salen, ¡ay, qué bonitos son!.
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