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“La Comunidad de Madrid desprotege a los menores extranjeros”

Lourdes Reyzábal, presidenta de la fundación Raíces, ha relatado en Naciones Unidas la situación de los niños que llegan solos a nuestro país

Lourdes Reyzábal, la presidenta de la Fundación Raíces, en la fachada de la sede en Madrid.
Lourdes Reyzábal, la presidenta de la Fundación Raíces, en la fachada de la sede en Madrid.Andrea Comas
Miguel Ezquiaga Fernández

Lourdes Reyzábal ha sido testigo de los reveses a propios y extraños. La comodidad de una familia bien posicionada se desvaneció cuando a los 10 años vio morir a su padre. Después un tumor cerebral se llevó a su marido, Nacho de la Mata, el abogado con quien detuvo las repatriaciones de menores, que entonces subían de madrugada, asustados y en pijama a un avión con rumbo a sus países de origen. Entre una y otra pérdida ella trazó su camino para consagrarse a los débiles: la fundación Raíces. 

Tras conocer a la madre Teresa de Calcuta en la India y trabajar junto al cura vallecano Enrique de Castro, ella erigió esta asociación, con la llegada del nuevo siglo, para acompañar a los jóvenes más vulnerables. Ahora Reyzábal regresa de la sede de la ONU en Ginebra (Suiza), donde ha desentrañado la experiencia errante de los niños que llegan solos a nuestro país. Allí habló de infancia y migración, devoluciones en la frontera sur, centros de acogida saturados y “abandono institucional al cumplir la mayoría de edad”. Debates en los que esta psicóloga nunca ha rehuido el cuerpo a cuerpo y que le han valido la fama de infatigable combatiente.

España será sometida durante el mes de enero al Examen Periódico Universal (EPU), un proceso singular que vigila el clima de los derechos humanos en los países parte de las Naciones Unidas, con el objetivo final de mejorar su situación y abordar las violaciones de los mismos allí donde se produzcan. La ponencia de Reyzábal tuvo lugar en este marco, para orientar al resto de miembros sobre las dificultades que marcan en nuestro país a los menores extranjeros no acompañados. “Aquí sucede un conflicto entre dos lógicas: la política migratoria y la protección a la infancia. Y la condición de extranjero termina pesando más que la de niño”, declara.

Los escasos permisos de residencia concedidos muestran esa preponderancia, como anota Reyzábal. La ley obliga a que las comunidades autónomas provean de documentación a los niños que han migrado solos, pero solo uno de cada cinco la obtiene. “Sin papeles, los menores no pueden ejercer sus derechos. Es como si yo me negara a que mis hijas tuvieran un DNI. Así no pueden empadronarse, estudiar, optar a ayudas sociales o solicitar una tarjeta de transporte público. Sin ese salvoconducto no son nadie. Y como nadie se les trata”, señala. La carencia de un número de identidad propio rige sus destinos y retuerce un futuro ya de por sí incierto.

Pero hay un paso previo: si las administraciones regionales no tramitan los permisos de residencia es porque antes tampoco constituyen las tutelas. Los chavales duermen en sus instalaciones, pero muchas veces los gobiernos no asumen las obligaciones legales que se exigirían a sus progenitores de estar presentes. En el Centro de primera Acogida de Hortaleza, por ejemplo, de los 82 adolescentes recogidos durante el año pasado solo 22 fueron tutelados por el gobierno regional, según La Red Española de Inmigración. Al resto se les consideró menores en tránsito. “La Comunidad de Madrid, como otras, desprotege. Que los chicos lleguen con la intención de moverse por la geografía del país no exime del amparo. En cuanto un menor extranjero que está solo pisa nuestro suelo, su tutela debe ser automática”. 

“Nos echamos las manos a la cabeza con el discurso de Vox al respecto de los llamados mena, pero la realidad es que la dejación de funciones ya existe. La han implementado los gobiernos de todos los colores, en todas las comunidades autónomas. La diferencia es que ahora ha llegado un partido más obsceno que habla sin tapujos”, agrega Reyzábal. Y cita las devoluciones entre comunidades autónomas: “Nos han llegado casos de chavales a los que han comprado un billete en la estación de autobuses de Méndez Álvaro para que continúen su trayecto y no molesten en Madrid”. 

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La base de operaciones de la fundación Raíces está enclavada en Hortaleza, un barrio por el que planea el espectro de los menores extranjeros. Aquí hay dos centros a los que van a parar la mayoría de ellos. Y su presencia ha desatado emociones contrapuestas. Hace dos años, ya proliferaron los grupos de Facebook que alojaban toda suerte de discursos supremacistas. Algunos vecinos amenazaron entonces con crear patrullas ciudadanas para expulsarles. Pero ahora se ha pasado a la acción: “La violencia verbal se ha vuelto física”, relata Reyzábal. Más Madrid denunció al Defensor del Pueblo cinco agresiones por la zona en apenas tres meses. Después sucedió la colocación de una granada de mano en las dependencias de esta institución de acogida. 

Antes del intento de asalto al centro de Hortaleza del 28 de octubre, los atacantes buscaron una embestida añadida. Y peinaron el parque contiguo, donde dormía un joven magrebí. Al cumplir la mayoría de edad, el chico no podía seguir en guarda y custodia, por lo que acabó vagabundeando por las calles de la zona. Aquella noche de otoño recibió un hachazo en la cabeza, cuenta Reyzábal: “Una vecina que paseaba al perro se lo encontró desangrándose y lo llevó al hospital. La fundación denunció el caso ante la Fiscalía, aportando fotografías como pruebas y un parte de lesiones. Ahora debe ser un juez quien dictamine la responsabilidad”. 

El deterioro de la convivencia se ha ido agravando, pero Reyzábal mantiene un soliloquio instalado en los matices. “Hay que acabar con el bulo de que los menas cometen delitos gratis. Existe una cosa llamada ley penal del menor. Si alguno de ellos ha robado o pegado a alguien, y eso se demuestra en un juzgado, irá a parar a un centro de reforma”, cuenta. De los cientos que han pasado por las manos de la Comunidad de Madrid el pasado año, solo 21 han sido privados de libertad por la comisión de algún delito. Pero el miedo es una pulsión casi automática. Y en el barrio les temen si doblan la esquina. No están escolarizados ni acuden a programas de ocio. Se limitan a dejar pasar el tiempo.

Es la una del mediodía y en el local de Raíces, ubicado en el bajo comercial de una gran torre de ladrillo, hay una treintena de niños. Viven en los dos centros de acogida y están en la hora de descanso para la comida. Entran en sus redes sociales con los ordenadores, cargan la batería del teléfono móvil y hablan con sus familias por videollamada, conectándose a la red Wifi. Por allí deambula un intérprete que les ayuda a pedir lo que necesitan. El ambiente es silencioso, casi de estudio. Ellos solos han organizado turnos para la consulta en Internet, cuenta Reyzábal.

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