Ocuparse de la propia gente
Las clases medias se sintieron apaleadas por la austeridad. Y así, como en tantos otros sitios, regresó la utopía nacional, que se decantó como independencia
Una cifra que habla por sí sola: en cinco años Felipe VI ha convocado ocho rondas de conversaciones para la investidura, Juan Carlos I en 37 años hizo diez. Y algunos todavía dudan de que España viva una profunda crisis política. De momento, lo que está claro es que el sistema bipartidista surgido de la Transición había elaborado una cultura política —unos marcos referenciales y unos hábitos más o menos compartidos— que han quedado obsoletos en el nuevo escenario. Los partidos de referencia —quizás con la singular excepción del PNV en Euskadi— han sufrido una sensible degradación por causas concatenadas: la impotencia (traducida en el tópico ideológico que niega cualquier opción alternativa al mainstream económico), la corrupción (que ha llegado a ser estructural en genuinos representantes de los equilibrios del régimen del 78, como el PP y CiU), la incapacidad de anticipar la crisis económica y la crisis política, y la dificultad para la renovación ideológica (la izquierda vendió su relato por un plato de lentejas; la derecha, segura de su hegemonía, cultivó la indiferencia masiva hasta encontrarse que la extrema derecha le comía el terreno). No es solo un problema hispánico, en Europa entera y más allá se vive con variantes propias de cada historia.
En una semana decisiva para el Brexit, me interesa señalar dos fenómenos de alcance universal: el desplazamiento constante de la derecha hacia la extrema derecha y la claudicación de la izquierda, que, incapaz de encontrar un discurso nuevo, en palabras de Michel Feher “se preocupa más de conseguir el reconocimiento de sus adversarios que de dirigirse a su gente y ocuparse de ella”. Tenemos en Gran Bretaña y en España dos genuinos ejemplos. Los tories, el partido conservador inglés, uno de los más viejos y estables jamás conocidos, de la mano de Johnson se desplaza hacia la extrema derecha, con la bandera del Brexit en su versión más frívola y reaccionaria. Y la izquierda de Corbyn se derrumba paralizada, incapaz siquiera de apostar sin ambigüedades por Europa, mientras contempla como muchos de sus electores tradicionales provenientes de la clase obrera, víctimas del fin del capitalismo industrial se pasan a la derecha brexista. No es muy distinto lo que ocurre en España, con Sánchez negando el pan y la sal, hasta que ha visto el riesgo de quedar fuera de escena, al electorado de izquierdas que seguía optando por un gobierno progresista que plantase cara a la derecha, mientras esta sigue arrastrada por la fuerza de atracción de Vox, que le viene chupando la sangre.
La crisis del régimen del 78 ha roto los equilibrios de los últimos 40 años. Y ha llevado la reivindicación nacional catalana al programa de máximos. La válvula de seguridad se rompió en 2003. PSOE y PP, incapaces de construir un discurso político para Cataluña, habían cedido la responsabilidad de mantener el territorio bajo control a Jordi Pujol, que la aprovechó hábilmente. Temerosos de meterse en territorio apache, PP y PSOE siguieron practicando la ignorancia sobre Cataluña. Pero un día Pujol se fue. Y la olla se destapó y estaba hirviendo. Lo demás se dio por añadidura, cuando las clases medias se sintieron apaleadas por la austeridad. Y así, como en tantos otros sitios, regresó la utopía nacional, que se decantó como independencia. Y a la hora de dar respuesta, los partidos españoles, excepto Podemos, compartieron la receta. Lo que era malo cuando los catalanes agitaban sus banderas, era bueno cuando los españoles levantaban las suyas. Y Vox se incorporó a la plaza.
La izquierda no ha conseguido mantener perfil propio ante esta amalgama. Y esta ha sido su gran irresponsabilidad: abandonar a los suyos, frustrando a un electorado progresista cada vez más desencantado. La izquierda debía ser la que abriera espacios en la guerra de las patrias para superar la encallada situación actual y la sinrazón patriótica le ha frenado. Por eso, que PSOE, Esquerra y Podemos puedan pactar la investidura es una oportunidad de salir del atolladero ya que atrapados en las peleas patrióticas, con el calendario judicial como guía de los sobresaltos, la acción gubernamental está cada vez más paralizada. Y cuestiones hirientes de la vida cotidiana —como los miles de desahucios que se producen en este país— pasan desapercibidas. La izquierda no debería caer en esta trampa, que es la que da vida a la extrema derecha. Y da miedo constatar que el bloqueo ya ha creado sus propios grupos de interés, los que viven de él y ya les va bien hacerlo perdurable.
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