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Esto va de democracia

Si el proyecto fundacional de esta ERC está basado en la idea de la independencia como herramienta para plantear una mejora democrática, sería impensable negar su apoyo al acuerdo entre PSOE y Unidas Podemos

Paola Lo Cascio
Tres alumnos de la escuela Reina Violant de Barcelona.
Tres alumnos de la escuela Reina Violant de Barcelona. CARLES RIBAS

Las últimas elecciones generales han vuelto a consagrar a ERC como eje central del escenario político catalán. Merece la pena recordar que el viaje ha sido largo para llegar hasta aquí, y empezó a partir de los 90 sobre la base de una idea nueva: los jóvenes que se hicieron cargo de las venerables siglas del partido de Macià y Companys querían hacer hegemónico el independentismo superando al nacionalismo tradicional y planteando la construcción de un nuevo Estado, no ya desde una vertiente identitaria, sino como oportunidad para profundizar en la democracia.

Hubo un momento en que esta idea pareció poder disputar la hegemonía en un movimiento independentista que crecía sin parar. Ha pasado mucho tiempo y, sobre todo, han pasado muchas cosas. Los impulsos de regeneración democrática de aquel movimiento parecen haber perdido el combate, sepultados por la agresividad de una derecha nacionalista e identitaria que cuenta con el viento de los tiempos a favor, por los desastres de una competición electoral interna en el independentismo que ha marcado y marca de manera perversa la realidad política catalana, por una devaluación institucional evidente, por el endurecimiento del debate político —en el que ya no se conciben rivales sino enemigos, o traidores— y sobre todo por el clamoroso desprecio de esa parte de la sociedad que —en toda su diversidad— no comparte ni piensa compartir en el futuro un proyecto de separación de España.

El procés, al menos des de 2015, se ha decantado progresivamente hacia un nacionalismo populista más, con la típica manipulación de todas las palabras, desde libertad, exilio, república y, obviamente, democracia. Lo reconoce también una parte significativa de aquellos sectores que en un momento u otro lo han apoyado y que, en definitiva, son los que lo han hecho masivo. Sin querer volver al 6 y 7 de septiembre y a la deriva representada por la ley de transitoriedad (que dibujaba unos mecanismos institucionales de todo menos democráticos), solo hace falta referirse a las declaraciones de los últimos días: mientras en la televisión pública catalana una dirigente de Arran defendía poder conculcar los derechos de los otros en función de una supuesta razón (demasiado respeto merecen los jóvenes para minimizarlo, hay que tomarlos en serio), el presidente Torra en su juicio por pancartas y lazos amarillos demostraba un analfabetismo democrático que debería asustar de verdad a la ciudadanía. Hoy en día quien está llevando la batuta del independentismo en la calle y en las instituciones son estas concepciones, y no las que reclaman la independencia como instrumento para conquistar más democracia.

En esta situación ERC tiene ahora mismo una responsabilidad esencial. Todavía más en la coyuntura de tener en sus manos el poder de facilitar el primer gobierno de coalición de izquierdas en el Estado desde el restablecimiento de la democracia.

Nadie es ingenuo y todos saben que la tesitura real para los republicanos es difícil: a lo largo de los años ha crecido sobre todo a costa de mucho voto nacionalista conservador, especialmente fuera del área de Barcelona. Es con este capital electoral y político que se han transformado en un partido grande y ahora quieren consolidar su centralidad conquistando lo que siempre han deseado, que es la presidencia de la Generalitat. También saben que cualquier movimiento para deshacerse de la tutela del independentismo alocado (en su versión júnior de la CUP o sénior del puigdemontismo), la pagaran con una campaña de desprestigio durísima, construida sobre la narrativa de la traición, de la censura a la conciliación y al acuerdo con “el enemigo” (¡qué machismo tan evidente en estas acusaciones!), y de la construcción de un enemigo interno perfecto, aquel que finalmente no ha sido capaz de ser “lo bastante catalán”. Los propios Tardà y Rufián —los dos dirigentes que han ido más allá al denunciar el carácter integralista de una parte del independentismo— lo han experimentado duramente en sus propias carnes.

Pero la política —si es que sirve de algo— pide capacidad de operar teniendo en cuenta un contexto determinado y, sobre todo, fidelidad a unos principios.

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El contexto dice que la independencia está lejos, no solo por la situación española e internacional, sino sobre todo porque no cuenta con el consenso de la mayoría de la ciudadanía catalana. Por tanto, ERC tendrá que plantearse qué hace en un “mientras” que todo apunta a que será largo. Pueden seguir aceptando la hegemonía nacionalista tradicional (por miedo, convicción o tacticismo, como han hecho en el caso de la negativa a los presupuestos) o bien hacer fructificar el consenso que le ha otorgado la ciudadanía. Y esto entronca con la fidelidad a los principios: si el proyecto fundacional de esta ERC está basado en la idea de la independencia como herramienta para plantear una mejora democrática, para ampliar los derechos de la mayoría, sería impensable negar su apoyo al acuerdo del PSOE, Unidas Podemos i En Comú Podem. En definitiva, tienen una ocasión inmejorable para reafirmar sus principios y demostrar que su lucha es por los derechos del conjunto de la ciudadanía de Cataluña. Para dejar claro que, efectivamente, al menos para ellos “esto va de democracia”.

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