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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Otro peldaño en la escalada

La dura condena penal de los líderes soberanistas alienta la desconfianza de esta parte de la sociedad catalana hacia el marco político español

Enric Company
El president Quim Torra con el Govern comparecen tras la sentencia.
El president Quim Torra con el Govern comparecen tras la sentencia. EFE (ANDREU DALMAU)

La sentencia de 2010 sobre el Estatuto de Autonomía arruinó la credibilidad del Tribunal Constitucional para la mitad de los catalanes, que tras unos primeros años de desconcierto respondieron abrazando la causa de la independencia. El fallo dictado ayer por el Tribunal Supremo destruye la confianza que esa misma mitad de ciudadanos, al menos, pudiera tener en el Tribunal Supremo. En el camino que ha llevado a esta sentencia, esta parte de Cataluña perdió el 3 de octubre de 2017 el crédito que para ella tuviera el Rey como poder moderador en los conflictos entre instituciones del Estado. El resultado es que Cataluña tiene desde hace nueve años un Estatuto que no es el que ha votado, ha dado sobradas muestras de que no se conforma con esa situación y de que la rechaza abiertamente, pero está inmersa en un entorno político en el que no hay perspectivas de mejora.

En todo esto llega una sentencia que, según se está viendo en las primeras reacciones que suscita en Cataluña, no sirve para la pacificación. No serena los ánimos. Los líderes de los partidos soberanistas y los miembros del Gobierno de la Generalitat encarcelados desde 2017 son condenados por sedición a duras penas de cárcel, en una decisión que el soberanismo interpreta e interioriza como pura y simple represión política. Se veía venir que algo así iba a suceder y ayer se confirmaron los augurios más pesimistas. Estaba anunciado que una sentencia de este tipo sería interpretada como una venganza por parte de los aparatos centrales del Estado, y así está ocurriendo. El resultado es que el fallo del Supremo se convierte en otro peldaño en la escalada hacia el desencuentro político entre Cataluña y el Estado constitucional de 1978.

No hay motivos razonables a la vista para esperar que la condena penal de los líderes soberanistas cierre un ciclo negativo y abra vías para afrontar salidas al conflicto político. Al revés. El fallo judicial alienta la desconfianza de esta parte de Cataluña respecto al marco político español, aumenta la distancia emocional entre Cataluña y el resto de España, y a la inversa, la desafección en su día señalada acertadamente por el presidente José Montilla. Todos los indicios llevan a creer que el descabezado, desavenido y debilitado bloque soberanista se refuerza en la convicción de que nada bueno cabe esperar de las instituciones centrales del Estado ni de los partidos políticos que, en última instancia, las dirigen.

No hay motivos razonables para esperar que la sentencia cierre un ciclo negativo y abra vías para afrontar salidas

El hecho de que los soberanistas obtengan en las elecciones porcentajes de voto en torno al 47% lleva a menudo a creer que al fin y al cabo solo se trata de algo menos de la mitad del país y que, por lo tanto hay otra mitad que no comulga con estas posiciones. Pero esta no es toda la realidad social y política del país. Ni todos los votantes de los partidos soberanistas son en puridad partidarios de una independencia de Cataluña ni todos los electores de los demás partidos están a favor del inmovilismo y la intransigencia contra el que se ha estrellado la protesta. Todo es más complejo y, en el fondo lo que se está poniendo en cuestión es la legitimidad de un régimen cuando uno de sus componentes fundacionales en la década de 1970, el catalanismo, empieza a considerarse ajeno a él.

El destrozo político provocado por esta crisis es brutal, abrumador. Y lo es, además, en un contexto nada alentador a corto plazo. La dura condena cae sobre una España que está en campaña para las cuartas elecciones generales en cuatro años consecutivos y después de varios fracasos de distintos partidos para formar gobierno. Llega después de una esperpéntica oleada de corrupciones en las altas esferas de distintas administraciones. Se abate sobre una sociedad con el ánimo agriado por los estragos sociales de una crisis económica mal resuelta cebándose en sus generaciones más jóvenes. Y la ha de gestionar un sistema de partidos sumido en un confuso proceso de reconfiguración, tanto en Cataluña como en el conjunto de España. Agranda este desastroso escenario el hecho de que el progresismo español, tradicionalmente aliado al catalanismo moderado, se haya dejado arrastrar por el nacionalismo españolista a una política de intransigencia en el conflicto catalán hasta el punto de impedirle elaborar una alternativa para encauzarlo hacia una solución. Y así como el catalanismo moderado es una de las víctimas de este proceso, la primera, en realidad, la crisis constitucional se estanca a causa de la ausencia de propuestas constructivas para resolverlo por parte de los partidos españoles. La sentencia de ayer tampoco ayuda. Lo más verosímil es que con ella suceda algo parecido a lo que ocurrió con la de 2010 sobre el Estatuto: que sea otro peldaño en la escalada de distanciamiento entre Cataluña y España.

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El progresismo español, antes aliado al catalanismo, se ha dejado arrastrar por el nacionalismo españolista

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