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OPINIÓN | BARRIONALISMOS
Columna
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No desandar el camino

Cerca de 30 entradas y salidas de prisión, castigos, insultos y trabas le impidieron vivir la vida como hubiera querido

Alberto Fernández Marsella.
Alberto Fernández Marsella.L. M.

La vida de Alberto Fernández Marsella da para un libro. O unos cuantos. Y le encantaría que alguien le pusiera palabras a su historia, ahora que a sus setenta y dos inviernos, todavía tiene la memoria intacta. Confiesa, con humildad, que sería incapaz de escribirla él mismo, porque tiene muchas faltas de ortografía. Eso se debe a que no completó su etapa educativa como le hubiera gustado ya que le expulsaron de varios colegios “por maricón”.

Así se lo decían a su progenitora y ambos acataban, pero sufrían. No obstante, lo de la escuela no fue lo peor. A cuatro días de cumplir los dieciséis años, se fue con su madre y su madrina a comerse las uvas a la madrileña Puerta del Sol. Sin embargo, no le dio tiempo porque antes de las campanadas, un policía se lo llevó a la Dirección General de Seguridad. De nuevo, por “maricón”.

Fernández Marsella, en su etapa en prisión.
Fernández Marsella, en su etapa en prisión.

“Era un niño”, me cuenta, como si hiciera falta que me explicara algo tan obvio. ¡Claro que era un niño! Sin embargo, cuando salió, un lustro más tarde, ya no y no tanto por la edad como porque en el tiempo que pasó dentro, padeció lo indecible. “No me mandaron al reformatorio sino a la cárcel de Carabanchel, con adultos. Estuve con los políticos que había en la tercera galería y con criminales comunes. Yo estaba en la quinta, en “el palomar”, como lo llamaban, donde muchos homosexuales se suicidaron. Pese a todo y aunque me veas llorando ahora, yo no lo hice porque fui fuerte y continuó siéndolo”. Eso es verdad, por eso, aunque la voz se le ahogue en varias ocasiones por las lágrimas, prosigue: “solo salíamos una hora y cuando nos veían los presos que llevaban décadas encerrados nos violaban, tapándonos la nariz y la boca para que no gritáramos”.

Luego vino la mili y “vestirse de mujer”, que era como verdaderamente se sentía y se siente y más entradas y salidas de prisión, alrededor de treinta y siempre motivadas por su disidencia sexual, y más castigos y más insultos y más trabas que le impidieron vivir la vida como hubiera querido. “Hasta que llegó Felipe”, apunta “y entonces, ya pude ser yo”. A partir de ahí, su existencia cambió. Se mudó a Alcorcón, municipio en el que es muy conocido y querido, sin pedir permiso ni perdón. Luego, estudió un curso de auxiliar de clínica y trabajó cuidando ancianos. No obstante, la pensión se le ha quedado escasa por no haber podido cotizar demasiado debido a los sucesivos ingresos en la cárcel.

En 2009, la Comisión de Indemnizaciones a Ex-Presos Sociales le dio cuatro mil euros, como forma de reparar los años que le robaron la ley de vagos y maleantes y el franquismo. No es que sea poco dinero, que también, es que resulta imposible medir cuánto vale el tiempo arrebatado y borrar tantísimos malos tragos inmerecidos. La biografía de Alberto tiene un final feliz pero un durante amargo. Cualquiera que le escucha entiende su llanto y su fuerza, puesto que no son incompatibles las dos caras de una misma moneda. Y ese poderío es el que le lleva a recordar que no se debe desandar en materia de derechos conseguidos con sudor, sangre, lucha y tenacidad. Ni un paso atrás.

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