No desandar el camino
Cerca de 30 entradas y salidas de prisión, castigos, insultos y trabas le impidieron vivir la vida como hubiera querido
![Alberto Fernández Marsella.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/2VT5WG4TIYJYQ5FH6YLNF7GF6U.jpg?auth=b12e60cc4250baa1decef84aeeb36d759597d60739cdab04ed47159703458ffc&width=414)
La vida de Alberto Fernández Marsella da para un libro. O unos cuantos. Y le encantaría que alguien le pusiera palabras a su historia, ahora que a sus setenta y dos inviernos, todavía tiene la memoria intacta. Confiesa, con humildad, que sería incapaz de escribirla él mismo, porque tiene muchas faltas de ortografía. Eso se debe a que no completó su etapa educativa como le hubiera gustado ya que le expulsaron de varios colegios “por maricón”.
Así se lo decían a su progenitora y ambos acataban, pero sufrían. No obstante, lo de la escuela no fue lo peor. A cuatro días de cumplir los dieciséis años, se fue con su madre y su madrina a comerse las uvas a la madrileña Puerta del Sol. Sin embargo, no le dio tiempo porque antes de las campanadas, un policía se lo llevó a la Dirección General de Seguridad. De nuevo, por “maricón”.
![Fernández Marsella, en su etapa en prisión.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/VOQ6MKQGUV3IT4PISYDAV4Z274.jpg?auth=08d364e15d9cabf6cc3a8ee0455a64d510e5efa15c14fe44653dd25d27d15eb2&width=414)
“Era un niño”, me cuenta, como si hiciera falta que me explicara algo tan obvio. ¡Claro que era un niño! Sin embargo, cuando salió, un lustro más tarde, ya no y no tanto por la edad como porque en el tiempo que pasó dentro, padeció lo indecible. “No me mandaron al reformatorio sino a la cárcel de Carabanchel, con adultos. Estuve con los políticos que había en la tercera galería y con criminales comunes. Yo estaba en la quinta, en “el palomar”, como lo llamaban, donde muchos homosexuales se suicidaron. Pese a todo y aunque me veas llorando ahora, yo no lo hice porque fui fuerte y continuó siéndolo”. Eso es verdad, por eso, aunque la voz se le ahogue en varias ocasiones por las lágrimas, prosigue: “solo salíamos una hora y cuando nos veían los presos que llevaban décadas encerrados nos violaban, tapándonos la nariz y la boca para que no gritáramos”.
Luego vino la mili y “vestirse de mujer”, que era como verdaderamente se sentía y se siente y más entradas y salidas de prisión, alrededor de treinta y siempre motivadas por su disidencia sexual, y más castigos y más insultos y más trabas que le impidieron vivir la vida como hubiera querido. “Hasta que llegó Felipe”, apunta “y entonces, ya pude ser yo”. A partir de ahí, su existencia cambió. Se mudó a Alcorcón, municipio en el que es muy conocido y querido, sin pedir permiso ni perdón. Luego, estudió un curso de auxiliar de clínica y trabajó cuidando ancianos. No obstante, la pensión se le ha quedado escasa por no haber podido cotizar demasiado debido a los sucesivos ingresos en la cárcel.
![](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/ROKAR7NLA6OU63XKAQJA34V46Y.jpg?auth=a69e474c68ee333e956426c744b762fc0ef266321ebac4db8b9f278050f951df&width=414)
En 2009, la Comisión de Indemnizaciones a Ex-Presos Sociales le dio cuatro mil euros, como forma de reparar los años que le robaron la ley de vagos y maleantes y el franquismo. No es que sea poco dinero, que también, es que resulta imposible medir cuánto vale el tiempo arrebatado y borrar tantísimos malos tragos inmerecidos. La biografía de Alberto tiene un final feliz pero un durante amargo. Cualquiera que le escucha entiende su llanto y su fuerza, puesto que no son incompatibles las dos caras de una misma moneda. Y ese poderío es el que le lleva a recordar que no se debe desandar en materia de derechos conseguidos con sudor, sangre, lucha y tenacidad. Ni un paso atrás.