Qué anestesia aquí tan lejos
Un amigo me contó el otro día que se fue a Madrid porque tuvo que irse de París
Qué anestesia aquí tan lejos, mi amor. Qué distancia, qué salto en el tiempo, qué extraño todo cuando no son tus calles las que piso, cuando no es tu olor el que traigo en mis manos. Qué raro no oír tu voz en las mañanas, sentir el frío de las imágenes que me llegan bajo un sol distinto. Soy incapaz de tocarte si alargo el brazo y eso siempre me produjo intranquilidad, como si la realidad fuese otra y yo me hubiera quedado encerrada en un sueño cómodo desde el que soy testigo pero no intérprete.
El otro día escuché a alguien decir que uno siempre pasa más frío cuando duerme lejos de casa. Qué anestesia aquí tan lejos, mi amor.
Son las siete de la mañana aquí en México y llevo despierta algo más de una hora. La luz que llega a este vigésimo séptimo piso se filtra por unas cortinas que colocamos juntas a propósito para forzar el descanso, pero eso no es suficiente porque la vida siempre tiene prisa, siempre tiene ganas. Yo la miro y le pido un poquito de tregua, pero no sirve de nada y confieso que eso me gusta. Doy vueltas, me engancho de la pantalla, pienso en ti. Me levanto, me lavo la cara e intento cerrar los ojos, pero mi cabeza ya gira como giran los coches en las rotondas de este país tan escandaloso. Ha pasado una semana, pero aún no me acostumbro a este reloj diferente, aunque el trabajo me obligue. Empiezo a saber cómo son los días cuando uno no duerme lo suficiente, y lo cierto es que todo funciona porque he decidido dejarme llevar por el tiempo y lo que trae. Me lamento a veces, no lo niego, pero cuando viajo, aunque sea por motivos de trabajo, siempre encuentro lo que busco aunque lo que busco sea algo que no existe.
Porque mi vida funciona así: voy buscando lugares que comprendan mi dolor y no se asusten. Aquí me lloran, pero también me abrazan, y ambas cosas lo hacen sin miedo. Cuánto cabe en esa frase, qué fácil sería todo si… Así que recojo sus lágrimas, me llevo sus abrazos y hago hueco en la maleta y en las páginas en blanco para intentar hablar de la paz que siente uno cuando se despoja del frío aunque el cansancio sea pesado.
Un amigo me contó el otro día que se fue a Madrid porque tuvo que irse de París. La importancia de las palabras, tú lo sabes bien, Elvira, me dijo, con una neblina momentánea en los ojos que le llevó a un sitio tan lejano que me senté durante horas a esperar su regreso. Y ahora le entiendo: vivir no es un movimiento hacia delante. Somos nosotros, caminando en círculos, tratando de encontrar un sitio en el que sentirnos a salvo.
Madrid me mata.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.