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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La insensata racionalidad

Nuestros políticos se sienten obligados a hablar tanto para justificarse que ya no controlan la esencia ni el significado de lo que nos dicen

Josep Cuní
El presidente del Gobierno  en funciones, Pedro Sánchez.
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez.Chema Moya (EFE)

La desconfianza es un concepto preventivo. Una coraza con la que pretendemos protegernos de personas o situaciones en las que no queremos confiar o hemos dejado de hacerlo por razones diversas de las que nos empeñamos en autoconvencernos que son lógicas. Sobre desconfianza y durante los últimos meses, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias nos han impartido un curso acelerado. Por lo reiterado con insistencia saben de lo que hablan, la lista de agravios debe ser más larga de la conocida y por eso prefieren dejarse llevar por esa intuición compartida.

“No hay confianza para la coalición” han reiterado los socialistas después de presentar su extensa propuesta de pacto de gobierno en los ya famosos 372 puntos que tanto pueden usar como base de un acuerdo potencial como en su próximo programa electoral. Y han insistido en la negación de la confianza tras desgastar la palabra de tanto usarla. Parecería que se han inspirado en las conclusiones de dos grandes escritores norteamericanos: Truman Capote y William Faulkner. El primero sugirió que cuando alguien te otorga su confianza, te quedas en deuda con él. Es lógico pues, que los dos partidos de izquierda no quieran semejante compromiso. La historia demuestra que su obligación es erosionarse hasta destruirse. O intentarlo. De ahí el recelo que Faulkner ayudó a fomentar aduciendo que solo se puede confiar en las malas personas porque son las que no cambian jamás.

Siguiendo el razonamiento del autor de El ruido y la furia, en Podemos no deberían estar tan disgustados ya que la desconfianza socialista lo sería por considerarles buena gente. Pero hete aquí que Pablo Iglesias dice sentirse humillado, y al entonar esta legítima percepción, basa su resquemor en una ofensa a su orgullo u honor. Y eso ya son palabras mayores porque lo más difícil es luchar contra los dolores propios consecuencia de las heridas que han dejado cicatriz. Por ejemplo, no poder ser vicepresidente.

Hablando de confianza y humillación, por un momento su política podría parecer más humana pero tampoco si excluimos el peor de sus sentidos. En caso contrario lucharía por resolver con eficacia y sin descanso los problemas de una ciudadanía castigada y demostraría su obligación de servicio a la comunidad, su recuperación de los fines que la avalaron, su canalización de las esperanzas y la reversión de las frustraciones. Y ni es esta la percepción de la población en este momento según las encuestas ni sus acciones se traducen en la lucha denodada a favor de los pactos que eviten seguir en el desorden en el que estamos.

Es cierto que esto parece una plaga que azota a la gran mayoría de países. Especialmente a los regidos por democracias consolidadas. Y aunque la globalización de la frustración no es excusa para exculpar a ninguno de su responsabilidad sí que ayuda a entender que algo está pasando en todos los frentes. La selva cada día es más densa, sus riesgos son más altos y sus límites infinitos. También por eso quema la amazónica.

Nuestros políticos se sienten obligados a hablar tanto para justificarse que ya no controlan la esencia ni el significado de lo que nos dicen. Y aunque Sánchez insista en que no quiere elecciones ya pocos le creen porque la trastienda nos muestra lo contrario. Igual le pasa a Puigdemont cuando valora los recientes encuentros de Suiza diciendo que han servido para buscar puntos en común del independentismo. Y al no concretar cuales son ni cuales han dejado de ser nos invita a concluir que no existían ni cuando pretendían hacernos creer lo contrario. Aflora con descaro lo que Artur Mas en su etapa impulsiva hacia la autodeterminación nunca quiso aceptar. Que la complejidad de la cotidianidad es tan amplia que intentar reducirla a lo insignificante más que un ejercicio de confianza lo es de ingenuidad.

Esta fue también la enfermedad política de Ada Colau en su primer mandato en relación a las políticas de seguridad. Los sucesos del verano aún vivo y sus declaraciones lo han puesto de manifiesto. Si es cierto que Barcelona ha sido dejada a su suerte violenta por razones partidistas es algo tan grave como condenable. Y si no lo es, supone jugar con el riesgo que más alarma a habitantes y turistas. De ahí que saber que los cuerpos policiales se alían, se confabulan o se conjuran para luchar contra el crimen equivale a aceptar que no lo hacían.

No se trata de volver a leer entre líneas como se veía obligado el ciudadano concienciado durante la dictadura. Se trata sólo de escuchar, razonar y deducir. Nos lo están diciendo todo más claro de lo que piensan. Solo hace falta aplicar el sentido común y sacar conclusiones sin prejuicios. Y no perder de vista que pretenden hacernos creer que sea lo racional lo que nos parezca insensato.

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