La música tropical electrifica Madrid
Una mezcla de ritmos latinos con sonidos sintéticos conquista salas y festivales de la ciudad, atrayendo a un público cada vez más heterogéneo gracias a la inmigración y las redes sociales
Invocan a la sabiduría de la jungla. A una especie de instinto proporcionado por la naturaleza que se pega en la piel como lección ancestral. Los altavoces exhalan ritmos tropicales. Cumbia, champeta, bullerengue. Se funden con el estruendo de sintetizadores. Y el público sacude el cuerpo. A veces, a espasmos. Otras, con un ‘balanceo’ más latino. Hay percusión, sonidos de viento y un compás subterráneo que mantiene los pies distraídos. Esta mezcla de géneros, liderada por bandas con pinchadiscos y músicos, está colonizando las madrugadas de Madrid.
Valen como ejemplos las sesiones en salas como la Caracol, la Shôko o en el Centro Social Tabacalera. También en discotecas con distintos ambientes o en fiestas improvisadas del centro, colonizado desde un germen periférico. La afluencia no deja de crecer, impulsada por las redes sociales y el influjo cultural de la población inmigrante. Un público heterogéneo queda electrificado por esta música híbrida. Desde aficionados de largo recorrido hasta enganchados en la última ola, con amplio sabor a ‘hipsterismo’.
Sus inicios, desde luego, se escapan del mainstream. Según cuenta David Gómez, líder de Guacamayo Tropical, uno de los protagonistas del fenómeno, se empezó en raves y juergas más canallas. Este bogotano de 39 años se crió en Nueva York y acabó en Madrid en 1998, en plena adolescencia. Dice que tuvo un periodo “dark” (oscuro) de muchas horas en vela y que canalizó el bache con una propuesta insólita hasta el momento. De su experiencia como mero asistente, Gómez agarró dos casetes y se pudo a pinchar por gusto. Empezaba el siglo y, con él, el rumor de las nuevas corrientes. “La gente no conocía la buena música latinoamericana. Solo se escuchaban los temas de la radio, pasados por el pop. Y nosotros llegamos con esta movida, con camisetas de colores, y pusimos brillo en la noche madrileña. Cambiamos el tecno por la cumbia”, rememora.
“Cachondeo y despreocupación” eran dos de sus máximas. Con “bases muy latinas” en los platos e instrumentos como la guacharaca, el güiro o los timbales, Gómez se juntó con tres colegas y montó la principal formación que agita estas sesiones. El boom de la inmigración, que encontraba en estos espacios un pedazo de calor familiar, y la facilidad virtual para propagar las corrientes de otros países provocaron el chupinazo actual. “De repente llegaba a más gente. Primero, por barrios como Usera o Tetuán, con muchos latinos, y luego a un público nuevo, interesado, que también lo veía en ciudades como París, Berlín o Estocolmo”, narra Gómez. En los últimos tiempos han incluido algo de reguetón: aunque prefieran ir a “la raíz”, no discuten que es lo que “mueve el mundo”.
Y Madrid, sostiene el líder de Guacamayo Tropical, es la unión del crisol latinoamericano. “Es un puente”, coincide un locutor apodado Wini Two en un festival celebrado en el Centro Cultural Conde Duque con motivo de las fiestas de San Isidro. “Las fronteras se abrieron hace tiempo. Centroeuropa ya mira hacia esta mezcla de músicas”, subraya este aficionado murciano de 34 años que persigue desde hace meses los cónclaves de ‘electrocumbia’ de la capital. No como Carmen e Isaac -de 20 y 26 años, respectivamente- que han acudido “a ciegas” a esta convocatoria. “Es la primera vez que lo vemos”, asienten. “Nos esperábamos menos gente, porque apenas habíamos oído de estas cosas”, responden también Mayowa y Diego, otros dos asistentes de 28 y 26 años, en medio de un concurrido patio.
La maquinaria de estos espectáculos, sin embargo, lleva tiempo en movimiento. Los artistas latinoamericanos compatibilizan su oficio allí con giras por nuestro continente. Rafael Pereira y Felipe Salmón son un ejemplo. Integrantes de Dengue Dengue Dengue, estos dos limeños han pasado de Perú o Argentina, donde iniciaron sus bolos, a instalarse en Berlín. “Internet ha favorecido mucho que se conozca. Y en España hay mucha inmigración latina, era algo lógico”, explican después de quitarse las ropas indígenas con las que suben al escenario y a pocas semanas de compartir cartel en el Sónar de Barcelona. Rodolfo, un compatriota suyo de 42 años, asevera que la “multiculturalidad ha ayudado”. Y agrega: “Sigo a Guacamayo Tropical por Tabacalera o la sala Caracol, y nunca imaginé que llegase a tanta gente porque lo escuchaba en fiestas clandestinas, en casas okupas o en discotecas latinas”.
“No tenía perspectiva de que la música latina había pegado tanto aquí”, refuta Leandro, un argentino de 34 años recién llegado a la ciudad. Descansa sentado en el suelo y apunta que esta música se relacionaba habitualmente con “clases más marginales” y que “se ha exportado cuando ha llegado a otros estamentos”. Advierte que él es “del palo del rock”, pero que en estas actuaciones se imbuye de otros estilos. “Hay muy buen rollo, y te haces más equilibrado. Aunque no tenga nada que ver con el punk, no hay que ser dogmáticos y solo disfrutar”. El influjo es tan grande que hasta Paul y Amy -de Ohio y Nueva Jersey, en Estados Unidos- cabecean con los altavoces. “Nos gustan más otros tipos de música, pero es agradable”, resumen.
Se nota en la multitud esa divergencia de opiniones. En esta tarde de sol y cola para comprar bebida, algunos debaten sobre el cartel. Otros miran con curiosidad y se dejan ablandar las articulaciones con el lubricante sonoro de lo latino. Abundan las poses de catálogo: bigote o barba recortados a conciencia, sombreros de ala corta, vestidos que exhiben tatuajes de ‘pin-up’ y cierto halo de observación faunística. Carla Vivanco pertenece a ese escaparate de lo moderno. “Comunicadora de moda”, Vivanco reconoce que se ha ido enterando de este fenómeno recientemente. Lleva tres en Madrid y le encanta cómo “combina muchas vertientes de la música”. “Son ecos que se vinculan con nosotros desde la antigüedad. Llaman a tus instintos. A tus raíces. Y atrapa. En Francia se ven muchos afiches de locales donde suena esto”, cavila mientras le atribuye al alboroto “una conversación con lo africano y lo latino”.
“A la gente le gusta porque está harta del ‘petardeo’ y necesita nuevos ritmos”, esgrime Fabiola Simonetti. Esta chica de Santiago de Chile ha notado cómo este movimiento ha pasado de ser “mucho más chiquito” a integrarse en un circuito distinguido. “Es algo que conecta con la naturaleza del cuerpo, con la selva y su sabiduría. Te llega a la mente y al corazón”, dice quien ya lo ha vivido en su país, donde “manda lo electroamazónico y el ‘earthdance”. Para sentirlo a tope, advierte, lo mejor es no fijarse en las citas masivas sino rastrear a los ‘djs’ y gozar del espectáculo en un bosque.
El encuentro acaba con Candeleros, un grupo compuesto por seis miembros. Andrés Ramírez, portavoz, relata que empezaron pinchando “listas” y que, paulatinamente, se lanzaron a componer sus propios temas. Nacido en Armenia (Colombia) hace 33 años, pero con 12 ya en Madrid, Ramírez asegura que la adhesión de todo tipo de público es muy positiva. “Para nosotros, en Latinoamérica, esto es como el flamenco. Lo escuchamos a diario, en fiestas. Aquí lo que hacemos es modernizarlo, dejando un poco de lado el folclore y metiendo la parte electrónica. Así es más digerible”, aclara. Las melodías tradicionales sin aderezos siguen siendo algo minoritario. “Son más para inmigrantes que lo echamos de menos o lo necesitamos porque es parte de nuestra idiosincrasia”, indica, “pero la explosión de la electrónica ‘afrocaribeña’ es imparable”. Él la vio aparecer, establecerse y crecer. Ahora, sonríe, “Madrid es más tropical que nunca”. Una unión atávica con su historia a través de la música que se propaga a través de contoneos suaves o convulsos, según el oyente.
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