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Madrid me mata
Columna
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Como el primer día

Recuerdo habernos mirado fijamente en el autobús que nos llevaba a la Pradera de San Isidro

Elvira Sastre
Ambiente en la pradera de San Isidro, en las fiestas de 2018.
Ambiente en la pradera de San Isidro, en las fiestas de 2018. CARLOS ROSILLO

Recuerdo esa noche como si acabara de pasar, o más bien como si fuera una puerta en el tiempo, un punto en la memoria que hace que su alrededor se disipe sin esfuerzo mientras él brilla y se hace fijo.

Eran las fiestas de San Isidro, pero eso solo era una excusa, una respuesta acertada a las preguntas hechas a destiempo. Un motivo para escapar, ambas, de aquellas paredes que nos apretaban los cuerpos partidos. No es literatura: nuestros cuerpos, literalmente, estaban rotos, y solo encontraban descanso al apoyarse uno sobre el otro.

Yo qué sé a dónde iba. No tenía ni idea. Solo sabía que quería estar con ella. Mi vida, en ese momento, era un balanceo ininterrumpido y ciertamente incansable que se paraba cuando la veía. Hubiéramos ido a cualquier sitio que nos llevara lejos de nosotras mismas.

Recuerdo habernos mirado fijamente en el autobús que nos llevaba a la Pradera de San Isidro. Nos acompañaba otra gente, otros amigos, una coartada o un contexto, no lo sé, otro modo de sentirnos protegidas en un lugar extraño. El caso es que nos mirábamos y, aunque sabíamos que nos íbamos a estrellar, fuimos capaces de respirar sin espasmos. Apretaba su mano como si me fuera la vida en ello, igual que aprieto la de mi hermana cuando nos hacemos paso en una manifestación en Cibeles o igual que aprieto el lomo de mi perro cuando pasan patines y se asusta y ladra. Todo era tan triste y tan hermoso que no tiene cabida contarlo de otra manera.

Llegamos a otra casa, nos sentamos juntas sin miedo, sin disimulo. Otro barrio, otras calles, otros ojos. Nos regamos en un alcohol que no necesitábamos. Reímos historias que nos hicieron recuperar la gracia. Escuchamos cantar a gente que celebraba las fiestas de la capital sin culpabilidad. Vimos peleas que definían nuestra rabia escondida. Bailamos melodías que nunca antes habíamos escuchado. Los besos caían uno detrás de otro como si fueran las notas de una balada pegadiza o de un discurso aprendido. Todas las canciones me parecían dolorosas cuando la besaba y aun así su espalda en movimiento era un oasis. No pasó un solo minuto en el que no quisiera romper el reloj que pondría fin a esa noche de auxilio.

No recuerdo lo demás. Solo sé que el baile se convirtió en un río que nos llevó hasta su portal, donde los besos, salados, se nos caían de los ojos.

Esta semana volvemos a las fiestas de San Isidro, con equilibrio y con la tristeza en el recuerdo porque nos hace sentir fuertes. La tristeza es así: un recuerdo de la fortaleza. Esta vez, sonarán canciones que recordaremos siempre.

Mientras, aquí sigo, apretando su mano como el primer día, porque siento que solo ella puede acariciarme en mitad de una fiesta, o de una pelea, o del propio miedo.

Madrid me mata.

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