En la distancia
Estando lejos, caí en la cuenta de que no pensaba en España, sino en mi hogar, en Alcorcón. Por eso, he querido preguntar a un par de coterráneos que residen en el extranjero por sus morriñas
Cuando era reportera en Españoles en el Mundo, los entrevistados solían decirnos que echaban de menos a su familia y el jamón. Si estaban en zonas ricas, de trabajo casi pleno, pero gélidas, citaban el sol. Luego, fui yo la que pasó una temporada fuera y además de la comida y a mis seres queridos, lo que más eché en falta, fueron las habituales conversaciones con personas desconocidas en la parada mientras esperábamos la blasa (el autobús verde que nos lleva a Príncipe Pío).
Estando lejos, caí en la cuenta de que no pensaba en España, sino en mi hogar, en Alcorcón. Por eso, he querido preguntar a un par de coterráneos que residen en el extranjero por sus morriñas.
Sonia Izquierdo, jefa de estudios en el Instituto Cervantes, ha estado los mismos años fuera que dentro de la localidad: veintitrés. Y, pese a que hoy asiste en tacones finos a actos institucionales, no se olvida de que un día, llevó calzado de Los Guerrilleros, una zapatería batallera del extrarradio. En este tiempo ha vivido en Bucarest, Lisboa, São Paulo y Brasilia. Su madre falleció hace poco y es la principal protagonista de sus recuerdos: “He llegado deseando beber agua del grifo de su cocina, bajarme con ella al mercado del Peñón, que ya no existe o ir a buscarla a la peluquería de la Pepi y después a perseguir las tortillas de patatas en los bares, a la hora del aperitivo” .
Lo curioso de este sentimiento es que se lo ha inoculado a sus vástagos, “que se consideran tan alcorconeros como los pucheros del escudo” y a su marido “uno de los primeros guiris con carné y abono del Alcorcón”.
José Magro, El Meswy, abandonó el municipio, hace dos décadas para residir en Brooklyn y en Washington. Es doctor en sociolingüística y uno de los miembros del grupo CPV, buque insignia del rap nacional y cimiento identitario de una localidad en la que el hip hop circulaba por las venas de muchos de sus habitantes.
Si le preguntan de dónde es, pese a estar a miles de kilómetros, responde que de “Alkorcón” con tanta seguridad que, aunque el que le ha lanzado la cuestión no sepa dónde está, no indaga más para no reconocer su lógica ignorancia. Se acuerda del queso manchego, la cecina, de su familia y sus amistades, de los piques de breakdance a mediados de los 80, de las jams en antros, las paredes tatuadas de grafitis que lanzaban un mensaje claro: “este es nuestro barrio, aquí los pobres mandan”, o del conciertazo que dieron en el polideportivo Los Cantos, en 1998, en el que miles de almas y gargantas les aclamamos.
Sus hijos también llaman casa a este rincón del Sur de Madrid. Eso no se enseña, se siente.
Pero cuando se ama algo, también duele, por ejemplo “que los veinte minutos que nos separan de la capital sean como veinte siglos, porque nos hacen perder una perspectiva más amplia”, afirma Sonia. José, por su parte, llevó muy mal el giro a la derecha de un municipio que, en algún momento, dejó de creerse Barrio (con mayúscula, sí).
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