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BARRIONALISMOS
Columna
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Vecinas, vecinas

Ahora tendemos a no saber cómo se llama quién habita al otro lado de la pared; antes nos criábamos con vecinos

Getty

Así, dicho dos veces para que se entienda que me refiero a las de verdad, a las que estaban más al corriente de tu vida que tú misma, a las que te dieron caramelos cuando se te cayó el primer diente, a las que cuando te ven hoy, aunque roces los cuarenta, te dicen que has crecido o se sorprenden de lo bien que te portas porque “eras un trasto”.

En la actualidad, la gente vive en pisos en los que no sabe los nombres de las personas con las que comparte pared. Puede darse el caso, incluso, de correr cuando oyes que alguien está abriendo el portal para no pasar en compañía los escasos segundos que dura el trayecto de ascensor y así no sentirte incómoda en silencio o con suerte, hablando del tiempo. Ahora, pedimos a nuestras amistades y a nuestros familiares que se hagan varios kilómetros para venir a regarnos las plantas cuando nos ausentamos debido a que en la finca en la que habitamos no conocemos a nadie.

Hasta hace no tanto, las cosas eran bien diferentes, había confianza. Podíamos subir las escaleras a oscuras y saber a qué altura estábamos porque se nos colaba en la pituitaria el aroma de los suavizantes o de las bolsitas ambientadoras para los armarios que usaban en cada casa. En la época de la que hablo, todavía no había tantas mujeres incorporadas al mercado laboral, mi madre sí trabajaba fuera del hogar y, con mis abuelos repartidos entre Guinea Ecuatorial y Segovia, cuando había algún imprevisto y no sabían qué hacer conmigo, me quedaba con la del octavo A o con la del B. Como tenían cierta competición entre ellas, me trataban a cuerpo de reina. Me ponía las botas con sus mejores platos y con sus rosquillas caseras.

Aprovechando que toco el tema culinario, tengo que mencionar que en ese pasado que a mí todavía me parece reciente, tanto que casi puedo tocarlo, había un aspecto entrañable que era habitual: si a alguien le faltaba un ingrediente mientras estaba preparando la comida y las tiendas estaban cerradas, se solucionaba llamando al timbre de la puerta más cercana. Es más, sin necesidad de pedirlo, los productos se compartían. Cuando alguna de las vecinas venía del pueblo con excedente de calabacines, zanahorias o cualquier hortaliza, a todo el mundo le caía algo. La relación, entonces, era tan estrecha que si te pillaban haciendo algo incorrecto por la calle, no solo te regañaban sin riesgo de que tu madre después les dijera que quiénes se creían ellas para abroncarte, sino que, además, te amenazaban con delatarte y cumplían. Vamos, que se chivaban. Tras eso, sabías que al subir a casa te esperaban, con esa pedagogía tan de los ochenta, castigo, cachete o los dos.

Las vecinas vecinas estaban en los ratos buenos y en los malos. Cuando se producía alguna desgracia, fallecía un ser querido y el mundo se caía y se rompía en pedazos, eran las primeras en envolverte con sus abrazos.Probablemente, he querido olvidarme de los chismes y las habladurías, de ahí que las recuerde fantásticas. No obstante, ahora que vivo en un barrio de Alcorcón, en el que la mayoría de la gente tiene el pelo blanco, he vuelto a encontrar todo aquello y les confesaré algo: no lo cambio.

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