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MADRID ME MATA
Columna
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Un lienzo en blanco

Madrid, sin duda, es la base de todo, el lugar en el que comenzó esta carrera hacia quién sabe dónde

Elvira Sastre
Plaza del Dos de Mayo, en el barrio de Malasaña (Madrid).
Plaza del Dos de Mayo, en el barrio de Malasaña (Madrid).CARLOS ROSILLO

No he dejado de sentir nunca que estoy empezando. Supongo que la suerte de dedicarse a ofrecer una pasión que resulta ser la pasión de otros tiene esa posibilidad: la de pensar todo el tiempo que esto es solo el comienzo.

Madrid, sin duda, es la base de todo, el lugar en el que comenzó esta carrera hacia quién sabe dónde. He hecho balance y he recordado lugares y personas a quienes aprecio y con quienes he compartido escenario, confesiones, consejos y advertencias. Como aquel primer recital de poesía. Cogí un autobús desde Segovia con Andrea Valbuena y nos plantamos en la Sala Clamores. Recitaban Escandar Algeet y Benjamín Prado. Nosotras, admiradoras tímidas, escuchándoles desde la barra. Después, una noche inolvidable por Malasaña. No teníamos dónde dormir y la batería de nuestros teléfonos murió, pero esa es otra historia.

La música de autor llenó de música mis primeros poemas mientras los escribía. Primero, las canciones de Marwan ­—y su libro—, así como las de Luis Ramiro, quienes me hicieron descubrir una emoción distinta, un pellizco de carne a carne. No me perdí, tampoco, ni uno solo de los conciertos de Carmen Boza, en los que, si uno prestaba atención, podía ser capaz de descifrar las canciones y querer de igual modo a la persona. Diego Ojeda fue el primero en invitarme a hacer un recital conjunto, su música y mi poesía, en el mítico Libertad 8, donde tantas noches pasé observando todo lo que allí ocurría. Y, de repente, una tenía la oportunidad de conocer a Andrés Suárez en una exposición de arte, de escuchar a Zahara y a La Sonrisa de Julia en un concierto en la Costello, de emocionarse con Carlos Siles en la Contraclub o de hablar con Luis García Montero y Joaquín Sabina en los Diablos Azules.

Un poco más tarde, fui yo la que se subió a un escenario, animada por amigos como Alejandro Rivera, Esther Zecco, Virginia Montaño o el talentoso Manu Míguez, quien me sigue acompañando en los teatros. La primera vez ocurrió en el Café Galdós: un micro abierto, los mechones del pelo por la cara y las manos temblorosas. Juré no repetir. Pero lo hice: en los Diablos, animada por Carlos Salem; en el Teatro Alfil, acompañada por mi querido Dani Hare; en la Sala Galileo, con Adriana Moragues (quien tanto tuvo que ver en todo); en el María Pandora, en un recital de multitud de poetas (Sara Búho, Lena Carrilero, Irene X…) en una noche inolvidable. Y perdí la vergüenza, escuché a quienes me escuchaban y aprendí, poco a poco, a disfrutar de algo tan íntimo como la lectura en voz alta de un poema.

Un artista piensa en la capital como una meta. Pero nos equivocamos. Creemos que aquí todo surgirá solo, de una manera sencilla. Pero Madrid es sólo el lienzo en blanco. Somos nosotros los que decidimos cómo pintarlo.

Madrid me mata.

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