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MADRID ME MATA
Columna
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“La niña es así”

Me he mudado por quinta vez en los seis años que llevo en la capital. Es cierto: puede parecer algo patológico

Elvira Sastre

"La niña es así", le dijo mi madre a mi abuela hace unos días. "Le gustan los cambios y no se puede estar quieta". Le acababa de contar que me mudaba por quinta vez en los seis años que llevo en la capital. Es cierto: puede parecer algo patológico, incluso alguien podría pensar que no tengo claro mi hogar o que me cuesta echar raíces, pero no tiene nada que ver con eso. Mi hogar es otro, mi hogar respira y me acompaña vaya donde vaya. Para mí una casa es ese sitio en el que puedo vivir sin miedo. Una vez leí que no hay acto de mayor confianza que el de dormir al lado de alguien, ya que cuando lo hacemos somos inofensivos y podrían, si quisieran, hacernos cualquier cosa. El hecho de cerrar los ojos y entregarse al sueño mientras afuera el mundo sigue despierto no deja de ser un acto valiente.

El caso es que me he vuelto a mudar. ¿Los motivos? Una necesidad de cambio, de ampliar el espacio, de recibir la luz natural del día en el rostro y dejar de pensar un ratito, aire para mis perros, cielo sobre nuestras cabezas. Y empezar de cero. Creo que es importante hacerlo a menudo.

Lo de mudarse ayuda, también, a ser consciente de dos cosas: todo lo que se tiene y todo lo que se puede perder. Me gusta mudarme porque me hace conocedora de mis pertenencias, me ayuda a cerrar etapas y a deshacerme de aquello que arrastro de manera inconsciente. Para que os hagáis una idea: no me importa que mis perros destrocen algo que deje por casa (salvo excepciones, como las plantas o los libros). Me obligan, desde su inocencia exploradora, a mantenerla recogida y ofrecerles el orden que equilibra su instinto. Mientras empaquetaba, pensaba: ojalá se carguen este objeto y así pueda cerrar la caja. Insisto: puede parecer algo patológico. Quizá lo sea.

Mi primer piso daba a Las Vistillas. Estuve allí dos años, quizá los más prolíficos de mi estancia en la capital. Después me fui a Lavapiés y, como ya he contado en alguna ocasión, estuve allí tres años en dos pisos distintos. Ambos con dos balcones a la calle en los que respiré de manera intermitente durante muchas noches. Cerré una etapa, cambié de barrio y llegué a mi cuarto piso. Hace unos días estrené el quinto: sin duda el más bonito, el más amplio y el que, de momento, más bienestar me produce. Justo enfrente hay una terraza de corte madrileño y estilo vacacional. Se ven unos juguetes y un toldo amplio bajo el cual seguro se refugian en verano. Tengo ganas de que llegue el sol y podamos saludarnos.

Esta es la parte buena de mudarse. Necesito otra columna –o quizá dos– para contar mi experiencia sobre la parte mala: el canibalismo inmobiliario. Lo haré. No se preocupen.

Madrid me mata.

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