Un rumbo señalado
Al llegar a Madrid no pude bajar la cabeza. Lo contemplaba todo
Antes de llegar a Madrid, solía caminar mirando al suelo. No sabría contaros el motivo. Desde luego, no lo hacía con el objetivo de no tropezarme o no carme, pues la torpeza es algo que me acompaña desde siempre. Era por otra cosa. Creo que me permitía ensimismarme, caminar por mi mundo sin obstáculos. Pensar en mis cosas con lentitud mientras afuera el mundo continuaba su camino sin contemplaciones. Siempre me ha gustado pasar desapercibida, que el foco de luz se centre en otro sitio y que nadie perciba mi movimiento. Me siento más segura así.
Sin embargo, al llegar a Madrid no pude bajar la cabeza. Lo contemplaba todo: los edificios prominentes de fachada majestuosa; los semáforos que se elevan como brazos de grúas musculosas; la iluminación estridente que chilla desde los anuncios puestos en alto; las azoteas desde las cuales uno adivina la ciudad entre las nubes y la polución; las luces que cuelgan tendidas del aire y se balancean según el antojo del viento; los andamios frágiles en los que obreros fornidos se cuelgan como si fueran hojas conocedoras de su dirección. La ciudad se despliega en sus alturas como otro lugar distinto, uno en el que ocurren ciertos asuntos que sólo pueden tener lugar en la cima.
Es así. Hay ciertas cosas que uno sólo puede ver cuando levanta la mirada. Y no hablo de manera metafórica, que también. ¿Qué es lo que se ve en Madrid cuando se mira hacia arriba? ¿Qué te encuentras al observar los balcones de las casas, las ventanas de la gente, las cortinas entreabiertas a hogares que nunca conoceremos? El otro día quise fijarme y vi un salón tardío con un árbol de Navidad de tamaño medio, que con toda probabilidad pertenecía a algún nostálgico de los tiempos mejores; vi un balcón con una bandera LGBT colgada que tenía aspecto de haber sido usada en muchos encuentros, en muchas manifestaciones, en muchos besos, y que adornaba con sus colores una calle gris y olvidada que bien podría ser el mundo; vi un cuarto de pocos metros cuadrados lleno de colchones y sábanas arrugadas, probablemente de una familia sin recursos y sin vivienda digna, y luego vi un salón imperial, con una lámpara de techo antigua y cuadros de dos por dos en la pared, y no entendí bien el porqué; y al final vi también a una anciana tendiendo ropa de bebé, prendas minúsculas que le reconcilian a uno con la ternura, y pensé que la felicidad de aquella abuela tendría el tamaño exacto de las manos de su nieto.
Ahora me gusta mirar el rastro de polvo que dejan los aviones en el cielo. Son como una especie de ayuda, de rumbo señalado. Madrid me ha levantado la mirada y me ha marcado el camino.
Madrid me mata.
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