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Soy feliz aquí. Encontré lo que venía buscando. Al fin y al cabo, eso es lo único que necesito que tenga un barrio
Ya he vuelto a Madrid. Todo sigue igual —es una de las particularidades de esta ciudad: siempre te espera, como si el tiempo no hubiera pasado, paciente y sin rencores—. Las plantas estaban algo mustias y mi perro no lleva del todo bien el fin de las vacaciones y las atenciones familiares, pero por lo demás todo está en orden. Me he reencontrado con mis amigos, hemos vuelto a las noches de vino y programas de cotilleo, he vaciado el buzón —lleno de libros y de alguna felicitación navideña—, el trabajo olvidado saltaba alegre sobre la mesa y mi agenda vuelve a estar llena de puntitos en todos los días. Ya he vuelto.
Como aún estoy algo aletargada, he pospuesto un par de asuntos y me he ido a dar una vuelta por el barrio, mi barrio, que tanto me gusta. Hui de Lavapiés hace más de un año, agobiada por un alquiler que se multiplicó de un año para otro sin razones aparentes. Me negué a formar parte de ese canibalismo inmobiliario que sigue creciendo indomable y me largué. Cada vez más ruido, cada vez más basura, cada vez más edificios. Dejé de ver los árboles desde mi balcón, así que vivir allí pronto dejó de tener sentido. Disfruté de Lavapiés durante seis años que pasaron como un soplido por mi juventud. No me malinterpreten: me sigue gustando, disfruto de sus bares y del olor de las calles, sigo yendo a comer mi tortilla de patatas favorita (cuánto placer te debo, Peyma) y aún siento ese pinchazo cuando paso por debajo de las dos casas que habité: la boca se me seca y por un instante Madrid huele diferente. Pero Lavapiés ya no es para mí.
La cabeza empezó a pedirme otra cosa: aire, calles amplias y limpias, tiendas de barrio, familias jóvenes y ancianos de la mano, conversaciones sobre el tiempo en las esquinas, parques verdes con olor a arbusto mojado y tenderos que fían. Así di con Acacias: un barrio tranquilo, sin pretensiones, con niños que juegan a la pelota y personas mayores que conocen tan bien las calles que saben cuál es el mejor banco para sentarse al sol y charlar de esto y de lo otro.
En mi barrio hay un chico joven afroamericano que canta todas las mañanas en la parte trasera del supermercado más próximo y que siempre sonríe. Es amable y saluda con una sonrisa sin dejar de cantar. La camarera del bar de abajo siempre me guarda los paquetes cuando no estoy en casa —y no son pocos—. El farmacéutico que trabaja una calle más allá me reserva siempre que puede las medicinas recurrentes sin que tenga que pedírselo porque sabe que las necesito. La gente del parque es amable, me mira con comprensión cuando mi perro no me hace caso y no duda en conversar sobre cualquier cosa o en ponerse a mi lado para observar a los animales con media sonrisa, de esas que tienen las personas que me gustan.
Soy feliz aquí. Encontré lo que venía buscando. Al fin y al cabo, eso es lo único que necesito que tenga un barrio: detalles humanos que me hagan olvidar la gran falta de ellos que hay en el mundo y un lugar con lo de siempre porque lo de siempre es lo único que necesitamos para vivir.
Madrid me mata.
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