Navidad feliz
A veces es tan fácil como apretarse un poco más en la mesa para darle su silla a quien lo necesita
Siempre paso estas fiestas en Segovia, con mi familia, a la que veo agrandarse poco a poco, ya que aparecen parejas estables y de un año para otro somos uno, dos o tres más en la mesa. Normalmente son novios silenciosos que de pronto se encuentran en una mesa para diez donde caben veinte y hablan por treinta –esa frase podría resumirnos–.
De pequeña, sentía esa emoción que tienen los niños más afortunados, esos que pueden disfrutar de regalos y comidas copiosas como si fuera algo sencillo. Es inevitable que esa ilusión vaya menguando según vamos siendo conscientes de la realidad, sobre todo por aquellos que no pueden vivirlo de la misma manera. De adolescente, y sin motivos aparentes, mis Navidades se cubrieron de un halo de nostalgia y melancolía que me hacía pasar las vacaciones taciturna, encerrada en mis poemas. Lo recuerdo con gusto, ya que, como he dicho alguna vez, necesito de esos ratos a menudo. Cosas de poetas, qué se yo.
Últimamente, las Navidades han sido más raras. Hace dos años pasé un mal momento sentimental así que encontré en ellas cierto consuelo. El año pasado fueron las peores, ya que en el momento más inesperado mi perro Tango falleció y mi abuela pasó el último día del año en el hospital. Dos huecos en la mesa a los que conseguimos sobrevivir apretándonos los cuerpos los unos a los otros con más fuerza. Este año, sin embargo, he tomado una decisión: me voy a dejar contagiar por la emoción de quien más disfruta de estos días en casa, mi hermana Irene. Ojo: os hablo de alguien que me despierta el día de Reyes a las ocho de la mañana para abrir los regalos.
También me gusta Madrid en Navidad. Las luces, la gente que se ríe, familias de turistas disfrazadas por la Gran Vía aunque sea solo principios de diciembre, los villancicos sonando en la lejanía y atrayéndonos a todas las tiendas posibles. El otro día me fui a dar una vuelta por algunos mercadillos madrileños como el del Mercado de la Cebada, el de El Paracaidista, otro en Corredera Baja de San Pablo... Terminé con dos pijamas iguales navideños que me llevo a Segovia porque adivino la sonrisa de mi hermana desde lejos y quiero que se sienta feliz.
Este año será especial, ya que está Viento y, además, seremos una más en la mesa de mis abuelos. Viene Aura y es de Venezuela. Es amiga de mi hermana y la ha invitado a pasar las Navidades con nosotros porque no puede ir a su país. Obligan a su familia a separarse y a repartirse por el mundo, allí donde todavía quedan pequeños atisbos de libertad. En medio del sentimiento de horror por su situación, me alivia porque me imagino la tranquilidad de sus padres por saberla acompañada; porque mi familia abarca mares y ríe a lo grande y tenerla al lado nos va a cambiar a todos; porque sé que esos días va a ser feliz con nosotros y creo que ella, más que nadie, se lo merece.
A veces es tan fácil como apretarse un poco más en la mesa para darle su silla a quien lo necesita.
Feliz Navidad a todos.
Madrid me mata.
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