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MADRID ME MATA
Columna
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Frío

Pienso ahora en aquellos que Vero intenta cuidar hasta donde puede, esa labor con los invisibles que nunca protestan

Elvira Sastre

El otro día, mi amiga Vero, que lleva quedándose en casa unos días, llegó y dijo: "Hoy se han quedado veintitrés en la calle". Esa frase se hizo punzón y me pinchó la piel de una manera muy lenta. Ella trabaja en ACCEM, que es una ONG que trabaja para mejorar la calidad de vida de las personas refugiadas y de migrantes o colectivos más vulnerables.

Trabaja durante todo el año, pero en los meses de invierno se acentúa su labor ya que comienza lo que ellos llaman Campaña de frío, que en este caso es dependiente del Ayuntamiento de Madrid. Bajo este nombre se encuentra una realidad que hiela: es un refuerzo, un abrigo, de aquellas personas sin hogar que viven en la capital durante los meses de invierno.

Pienso en otros pisos que habité y en las veces que me lamenté por no tener calefacción y el pinchazo insiste. Pienso en las veces que me alegré porque las temperaturas bajaran, por sacar las mantas del armario y hacerme un ovillo protegido en el sofá, por ese abrazo que dura un poco más de lo establecido, por colocar a mi perro encima de mis piernas para que me temple, porque en realidad lo que a mí me gusta del frío madrileño es el calor, esa búsqueda incesante por encontrarse en las guaridas que fabricamos para no sentirnos expuestos. Y el pinchazo crece.

Pienso ahora en aquellos que Vero intenta cuidar hasta donde puede, esa labor con los invisibles que nunca protestan. Leo un comentario a propósito de la nueva Gran Vía que se queja de que los "mendigos no dejan pasear tranquilamente a los peatones" y no sé si siento tristeza o rabia. Creo que últimamente son dos emociones que se entrecruzan, que ocupan una gran parte de mi cuerpo contra la que no puedo luchar y no me permiten caminar erguida. Lo que no entiendo se hace hueco dentro de mí hasta que lo resuelvo. El mundo cada vez me pesa más.

ACCEM también trabaja el resto del año con refugiados, personas que tienen que abandonar su país de un día para otro sin idioma, sin familia, sin dinero, sin trabajo, sin casa. Gente que llega a una Europa que les acaricia con una mano mientras les señala con la otra. Le pregunto a Vero y me cuenta que hay huidos de países en guerra, mujeres que vienen de América Latina, homosexuales perseguidos por sus gobiernos acusados de amar a quien no deben, de latir por quien no pueden. Historias que nos suenan tan lejanas que vuelvo a pensar en ese frío absurdo que nos gusta porque no pensamos en los que no lo resisten. El pasado lunes, un refugiado camerunés le dijo a mi amiga, a raíz del virulento giro a la derecha más radical que nos persigue estos días: "Se avecinan más cuerpos en el mar".

¿Quién puede huir de esas frases? ¿Quién puede quedarse impasible, inactivo, más frío que nunca al escucharla? ¿Quién puede asegurarnos que nuestros hijos no tendrán que nacer en otros territorios, que no me apresarán si beso a una mujer, que no tendremos que acudir a un albergue que nos dé techo por la noche, que ningún hombre que decida adueñarse de mi cuerpo saldrá impune, que no tendremos que lanzar a nuestros bebés al mar y meter nuestras casas en una bolsa de basura? ¿Quién puede decirme que eso no va a suceder? ¿Quién puede decirme que eso no está ya sucediendo?

Madrid me mata.

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