Después de la muerte uno va al Rastro
En las fotos se comprueba que somos los figurantes de las vidas de los otros
En algunos puestos del Rastro venden fotografías viejas, fotografías aleatorias de gentes random, vidas enteras que se amontonan en forma de papeles brillo o mate, en blanco y negro o en esos tonos apagados y melancólicos que tenían antes las fotos a color. Algunas de estas fotos provienen de casas donde la gente muere y sus existencias quedan reducidas a algunas imágenes perdidas y amontonadas, anónimas, que los curiosos del Rastro curiosean los domingos por la mañana. La vida era esto.
Hay gente que posa en boites setenteras, abigarradas fotos de familia de los años 20, alguien que mira la pista de aterrizaje de un aeropuerto en plena crisis del petróleo, la aparatosa boda de los primos de Murcia, aquellos primeros chapoteos en la piscina, la primera visita a París de una familia del Levante español (el padre lleva unas gruesas gafas de culo de botella), la jura de bandera, los paisanos con boina jugando al dominó en la aldea, señoras que dan de comer a ocas, la foto de los compañeros de clase en los viejos pupitres de madera, la historia con minúscula de España, ¿quién es toda esta gente?
Lo malo de las fotos es que siempre se refieren al pasado y todavía nadie ha inventado, por una de esas asimetrías de la Física, las fotos del futuro, que nos serían mucho más útiles, aunque más desesperantes. Hay cierta candidez e inocencia en estas fotos de gente normal, algunas incluso resultan ridículas desde un punto de vista contemporáneo, pero no seamos soberbios, porque nosotros, con nuestro estilo casual y nuestras ganas de gustar (que dijo el poeta) también seremos la ridiculez del futuro. Solo que nuestras imágenes no estarán en el Rastro sino en Internet, por los siglos de los siglos. Yo ya me he visto envejecer en Facebook, y eso asusta.
También viajamos en las imágenes y nos hacemos ubicuos. En Madrid, y en todas partes, se hacen muchas fotos todo el rato a todas las cosas. Siempre he fantaseado con que mi imagen, aquellos años que viví donde la Plaza Mayor, hubiera viajado en el smartphone o la cámara de un turista a países muy lejanos. Era difícil transitar la plaza sin aparecer en el encuadre de alguna foto, cada vez que uno la cruzaba acababa siendo el figurante de otras vidas extranjeras, el nativo que aparece caminando despistado por detrás.
Algún día viajaré a Letonia o a Uzbekistán y conoceré a alguien amable y hospitalario que me invitará a visitar su casa, tal vez a comer algo, ese alguien también habrá estado en Madrid, qué ciudad tan bonita, y su Plaza Mayor, qué agradable lugar, y cuando vaya a su cocina veré una foto colgada en la puerta del frigorífico y ahí, de fondo en la foto de grupo, hace muchos años, estaré pasando yo, yendo a alguna parte a la que no sé si acabé de llegar.
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