El pasado
Todo retrotrae a otras épocas

La fotografía merece su blanco y negro. No cabe discusión. No podía asaltar nuestra atención con otros colores. Destruiría su esencia de viaje al pasado. ¿Lo es? El reloj marca la hora sobre la esquina superior, con una altivez que reivindica su protagonismo en el alma de la imagen. Lo hace en diagonal con esa dama duende aislada en su pañuelo y su toquilla negra mientras da cuerda al organillo. La misteriosa joyería con sus cristales opacos y su marquetería en la fachada da cuenta de un nombre propicio para la escena: estirpe, se llama.
Todo retrotrae a otras épocas. Las del chotis volátil como banda sonora y las castañas en otoño para calentarse las manos. Pero justo en medio, con discreción aunque absolutamente fuera de lugar, ajenas ambas a la ilusión que rompe el espacio tiempo, se observa un verdadero inconveniente. Todo lo echan abajo esas cámaras de vigilancia instaladas en el vértice, espiando a ambos lados de la esquina entre las calles Sal y Postas. Son el estorbo del presente, mucho más que el amago de pintada que ofrece su fondo en la pared al puesto de la anciana. Representan la entrometida urgencia del momento actual contra una alegoría que nos conecta con nuestros ancestros. Imaginen a sus tatarabuelos paseando por ahí como personajes galdosianos, a sus padres… Y a sus hijos o a sus nietos... Apenas cambiará la estampa. Porque ese eje atemporal que ha buscado el objetivo y han acabado jodiendo las cámaras de seguridad no empañan la voluntad de ciudad eterna de Madrid.
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