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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La libertad de los políticos presos

Se puede entender la prisión provisional, pero siempre que sea decisión de una justicia diligente. Cuando es lenta y rezagada, la prisión provisional fácilmente deviene injusta

Lluís Bassets
Manifestación en Barcelona por la libertad de los políticos presos.
Manifestación en Barcelona por la libertad de los políticos presos.Enric Fontcuberta (efe)

Nadie puede ser insensible a la privación de libertad. Y menos cuando afecta a una persona cercana. Sea o no culpable. Hay una cuestión de solidaridad humana, que en nuestra cultura se ve impregnada de la moral cristiana en la que nos hemos educado. Lo primero es, pues, la más sencilla simpatía con quienes sufren prisión, y aún más cuando no se trata de cumplimiento de penas sino de una reclusión provisional dictada por la dura resolución de un juez, temeroso de reiteraciones delictivas, encubrimientos u ocultamiento de pruebas o fuga.

Se puede entender la prisión provisional, pero siempre que sea decisión de una justicia diligente. Cuando es lenta y rezagada, la prisión provisional fácilmente deviene injusta. Y esto vale para cualquier tipo de delito. La única explicación, la gravedad de los hechos imputados, no deja de ser una presunción de culpabilidad, que no debería destruir la presunción más básica y elemental de inocencia.

Podemos acompañarlos, podemos aliviar su privación de libertad, pero no podemos olvidarnos de la justicia

La injusticia de la prisión, e incluso de la imputación, siempre es relativa. Sobre todo si ante el doloroso ejercicio de la comparación. ¿No hicieron tal vez de carceleros de quienes quedaron en prisión quienes huyeron para evitar la prisión? A fin de cuentas no había peligro de fuga ni de reiteración si todos juntos, los responsables de los hechos de octubre, hubieran acudido en bloque a la justicia a hacerse procesar, y encarcelar si era necesario, en lugar de inventarse quiméricas e inútiles casas de la república en Waterloo.

Contados los presos y los huidos, no se acaba aquí la lista de los responsables. Están también los amigos de los presos que tomaron decisiones cruciales, y que tal vez incluso tomaron las decisiones cruciales, y no se encontraron en cambio bajo la lupa de justicia porque no tenían cargos públicos o porque no eran suficientemente visibles. ¿No debería escocer su conciencia ante la larga prisión que sufren sus compañeros de aventura política? ¿O acaso hay clases entre quienes se rebelaron? De un lado los que van a tertulias, toman decisiones y luego se esconden o huyen, y los currantes que dan la cara y sufren prisión, por otro.

Toda la simpatía pues para los encarcelados. Ya que son víctimas, sería necesario que no fueran además instrumentos políticos de designios ajenos. Ni tampoco de los propios, usados como prenda de improbables victorias. Ciertamente, con ellos en la cárcel no puede haber normalidad. Hay que sacarlos de la prisión, primero con el levantamiento de la prisión provisional, después con buenas defensas jurídicas y finalmente con medidas de gracia, tanto por su bien como por el bien del país, para que haya normalidad.

No invirtamos pues los términos de la ecuación, como hacen ahora Puigdemont y Torra: mientras haya presos no puede haber nada más que protesta y desorden. Trabajemos para que no haya presos y a la vez trabajemos para la normalidad, para que una cosa y otra lleguen a ser posible juntas y lo antes posible.

La lógica de la solidaridad y la lógica de la política no pueden ocultar la lógica de la justicia. Podemos acompañarlos, podemos aliviar su privación de libertad, pero no podemos olvidarnos de la justicia. También esto lo encontramos en los evangelios: bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Si los queremos en la calle es necesario que nos pongamos de acuerdo sobre el delito: si lo hubo y qué tipo de delito fue. Media Cataluña cree que hubo delito y que debe ser juzgado, y la otra media los cree inocentes porque levanta la bandera de los derechos de los pueblos a la autodeterminación con la que justifica cualquier vulneración de la legalidad.

Hace falta por tanto un árbitro imparcial que lo resuelva y éste sólo puede ser el poder judicial. No hay otro. Ni fuera ni dentro. Ni público ni privado. Si queremos justicia sin árbitro no tendremos justicia sino barbarie y venganza. Para que así sea todo el mundo debe aceptar el arbitraje: la regla de juego, la división de poderes, los márgenes para la defensa y para la acusación. Prejuzgar, como se está haciendo ahora, es el mayor mal que se puede infligir a los presos.

Las próximas decisiones serán duras, es cierto. Y más si se quiere de verdad la paz, la reconciliación y la convivencia. Hay que ir a juicio y ganar la libertad de los presos, pero aceptar también la legitimidad de los tribunales, en vez de impugnarlos como si fueran los órganos crueles de una dictadura. Hay que aceptar luego las sentencias y elevar los recursos pertinentes, sabiendo que estamos en un Estado de derecho, garantista y tutelado por órganos judiciales europeos. Hay que reconocer finalmente el error de la unilateralidad y pedir las medidas de gracia para las que seguro que luchará con éxito el conjunto de la sociedad, la catalana y la española, en el bien entendido de que de una experiencia como ésta sólo vamos a salir bien con unidad civil, inspiración democrática y un gran sentido de Estado por parte de todos los partidos de gobierno.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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