Cataluña dividida
La división alcanza incluso a la misma idea de que estamos divididos, que unos no aceptan y otros consideran evidente
El desacuerdo es absoluto. Afecta a la misma naturaleza de la división. Unos dicen que no existe y los otros la sitúan al borde del conflicto civil. Unos aseguran que estamos a un paso del desbordamiento violento y los otros que los incidentes son o meras anécdotas o provocaciones que atribuyen enteras a la extrema derecha. Para unos, si hay división es entre una gran mayoría social y una minoría poco arraigada que se siente incómoda. Quim Torra, por ejemplo, asegura, con todo el aplomo y a partir de lecturas muy sesgadas de las encuestas, que hay un 80 por ciento de los catalanes que están en favor de la autodeterminación, la libertad de los políticos presos y contra la monarquía. Si fuera así, la división sería entre una amplia mayoría y un 20 por ciento obligado a aceptar la regla democrática o a irse, que es lo que parecen querer algunos.
Todo lo abarca la división. Si hasta el otoño de 2017 versaba sobre el camino a emprender en el futuro, ahora afecta al pasado reciente y concretamente a los hechos ocurridos hace un año, casi todos ellos con dos versiones ya no diferentes sino directamente contradictorias. Unos consideran de la máxima gravedad la aprobación de las leyes de desconexión en el Parlamento los días 6 y 7 de octubre, con ruptura de todos los marcos legales, mientras que los otros muestran la máxima indulgencia ante las vulneraciones de la legalidad en nombre de la democracia directa y de la independencia, elevada a la consideración metafísica de causa justa. Lo mismo se puede decir del 1-O, considerado por una de las partes como momento fundacional en el que los catalanes ejercieron su derecho a la autodeterminación, avalado por las imágenes de la represión, difundidas viralmente en las redes y los medios de comunicación, y naturalmente por la cifra de un millar de heridos acreditada por el propio Gobierno independentista.
Estamos divididos entre quienes consideran que hay presos y exiliados políticos y quienes consideran que son políticos delincuentes, presos o huidos. Es notable la disonancia entre quienes creen que no hubo delito en los actos de desobediencia y ruptura con la Constitución, incluida la proclamación de la república, y quienes piensan que fue un golpe de Estado, al menos en grado de tentativa, que exige la actuación de la justicia. Hay que decir que la argumentación de los primeros es ondulante: ahora se acoge a la libertad de expresión, como si todos los actos parlamentarios y gubernamentales no tuvieran la pretensión de traducirse en una secesión unilateral, pero más tarde se descara y adopta abiertamente la reivindicación del derecho a la autodeterminación, ejercido casi como una obligación histórica por el Gobierno independentista.
El desacuerdo afecta incluso a los orígenes de la división: si existe, dicen unos, es por culpa de Ciudadanos, que han nacido para dividir; mientras que Ciudadanos se sienten legitimados e incluso orgullosos por haber actuado precisamente desde que el nacionalismo abusó del consentimiento mayoritario de que gozaba, tal como explicó Anton Costas en el artículo El final del consentimiento, en La Vanguardia (16-5-18). Y todavía podríamos seguir sobre la profundidad y el alcance de la división, hasta el punto de que se convierte en el punto ciego del independentismo, donde se borra la visión de los objetos que la pasión política rechaza, y a la vez, en clave interpretativa de todo lo que sucede para los que se sienten más afectados por la división.
Tiene toda la lógica, porque quien se ha dedicado a dividir en nombre de la unión de los catalanes mal podrá aceptar los efectos perversos de una división que no ha conseguido sus objetivos y ha sido coronada por un fracaso, todavía de difícil aceptación. Hay que tener en cuenta que el desenlace del proceso sitúa a Cataluña, gracias a la división, en una posición de debilidad extraordinaria, ya no para conseguir el referéndum de autodeterminación, sino tan sólo para conservar el nivel de autogobierno que ha disfrutado los últimos 40 años.
Los lazos amarillos son el símbolo. No hablamos ya de edificios públicos o espacios compartidos. Hablamos de solapas. El lazo significa solidaridad con los políticos presos, pero su ausencia se entiende como adhesión con la decisión de su encarcelamiento. Hasta tal punto llega la eficacia polarizadora de la semiótica del proceso. Los reproches circulan en ambas direcciones: por llevarlos y por no llevarlos, y aún peor por quitarlos de los espacios oficiales y públicos.
La división ha convertido a Cataluña en dos naciones, en lugar de una sola. Y como sucede con las naciones, ambas nacidas en la lucha, una contra la otra, y en la mutua negación de cualquier legitimidad, incluso de su existencia, cada una querrá celebrar a su manera el 11 de septiembre, la Diada Nacional que en tiempos remotos a todos reunía y ahora servirá para exhibir la fractura en todo su esplendor. La cuestión a partir de ahora es saber si queremos revertir las divisiones, volver a buscar consensos, o si preferiremos instalarnos definitivamente en las dos Cataluñas enfrentadas e incompatibles hasta convertirlas en el estado normal de las cosas de cara a los próximos 25 años. El negocio hasta ahora ya ha sido ruinoso, pero en el futuro todavía puede ser peor.
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