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Columna
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Propongo un mar

A la serena perfección de Madrid no le vendría mal un mar. Sobre todo, para los veranos en que se repiten días de canículas inclementes

J. F. H.

A la serena perfección de Madrid no le vendría mal un mar. Sobre todo, para los veranos en que se repiten días de canículas inclementes —¿quién dijo que cae el sol de justicia?— donde el hedor de axilas propias y ajenas hipnotiza lentamente al náufrago que arrastra sus alpargatas sobre aceras hirvientes, chiclosas y recubiertas de esa temblorosa gelatina que destilan los espejismos. Propongo la ilusión acuática de exagerar el río Manzanares con un torrente fresco cuyo caudal no entorpezca ni un segundo las miles de vidas que viven a la vera de lo que se burló Quevedo, y que esa zona llamada Madrid Río ofrezca el milagro de que el Matadero sea también Embarcadero de floridas trajineras como en Xochimilco, hamacas en las afueras de los teatros y unos cocos helados que alivien tanto tartamudeo y toda la sinrazón en la que nos hunde el calorón.

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Propongo un mar allá por los rumbos del estadio que llaman Wanda Metropolitano, bordeando el inmenso crucigrama del aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid Barajas como una deliciosa postal con la sierra al fondo, veleros al vuelo y discretos chiringuitos que repartan hielo en cucuruchos. Un mar que pueda bordear el palacio de la Moncloa y bañar los muros de la Caja de Cerillas, esa entrañable Facultad de Geografía e Historia donde no pocos doctorandos investigan los magníficos tiempos en que un monarca quiso hacer navegable la ruta Madrid-Lisboa, cabalgando sobre el río Tajo, desde la estrecha serpentina que rodea Toledo hasta ensancharse tanto que cambia de vocal en Portugal.

Imaginemos el alivio de inundar el Valle de los Caídos y que todo eso quede como una Atlántida mas no de Amnesia, y que a pocas hectáreas del monasterio de El Escorial emane el canto de las olas, la espuma de una frescura ambulante o, incluso, intermitente: ¿por qué no pensar que el mar de Madrid puede ser transeúnte? Un mar para los veranos que se congele en inviernos y se guarde en el trastero de un páramo en Parla, una covacha en Aluche o en los bajos de Argüelles. Mar de quita y pon, inflable como colchón para visitas, que añada una emoción particular al concepto de desembarcar en Atocha, soltar amarras allá por Chamartín y bogar por días enteros mirando flotar el Pirulí de la TVE como pajita, la Puerta de Alcalá como compuerta, Cibeles en lo suyo y Neptuno más feliz que nunca. Un mar inmarcesible, impalpable o bien imaginario, que se extienda como el atardecer en el Templo de Debod, volviendo inmenso crucero de repostería al palacio de Oriente, con los acantilados de la ronda de Segovia y quizá la mejor protección para eso que llaman golpe de calor.

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