La suavidad del asfalto
El autor alaba el estado de las calles de Madrid y las contrapone con el poco cuidado que se les da a las México
Lejos de Madrid, se echa de menos la suavidad del asfalto, las aceras que parecen afeitadas en cuadritos y los senderos sin cráteres. Por decir un ejemplo, la ahora CDMX antiguamente conocida como DF, sigue siendo no sólo la capital de México (que se escribe con X) sino la Reina de los Baches, hoyancos y lunares de cemento que parecen confirmar que no hay allí una sola calle, callejón, bulevar o ancha avenida que esté lisa como alfombra y –sin malinchismo alguno—el viajero evoca entonces la tersura de la Princesa, el vetusto terciopelo de Recoletos, la moqueta de Castellana como alfombra roja para daltónicos recién llegados a Chamartín y se van recreando los paseos por calles del barrio de Salamanca o laberintos leves de Chamberí e incluso Malasaña, que se oponen a las banquetas levantadas de San Ángel o Coyoacán por las groseras raíces de jacarandas entrañables o bugambilias increíbles.
Terso asfalto por donde vuelan ciclistas por el Parque del Oeste y suave oleaje de la Gran Vía cada vez más estrecha y peatonal, con al menos dos carriles para que hagan su lenta fila los automóviles que olvidaron que es mejor no circular por allí. Liso y lánguido el recorrido por el Paseo de la Habana y si acaso surge un hoyo por el calor, la lluvia o la estampida imprevisible de un club de obesos, se nos olvida que Madrid lo maquilla al instante, como operativo municipal contra el acné o la viruela urbana o bien, como si quisiera volver a pedir las Olimpiadas con o sin el rico café con leche.
Villa y Corte de caminitos y cuestas, rellanos y pendientes, de un asfalto que parece tan hospitalario como el agua fresca o la ensaladilla en la nevera; honra y prez de los pasajes sin precipicios, la andanada sin acantilados y los multiplicados paseos que permiten a cualquier paseante el bello arte de andar sin tener que detener las dioptrías o las pupilas sobre el camino.
Evocación que alivia el antojo de volver a caminar Madrid, tan sólo para confirmar la tersa suavidad de sus asfaltos… hasta que el agua del azar dicte que por un despiste, se pierda paso y se vaya uno de bruces, dándose con un canto en los dientes o con el filo más agresivo en la pantorrilla. Allí es cuando la escenografía o armadura del ensueño madrileño nos recuerda la dureza de las calles, la desolación de los portales donde duermen los desheredados y la agrietada realidad que ha ido tatuando sus carreras de siglos con el paso de todos los fantasmas que soñamos tan sólo pisarla.
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