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CAFÉ DE MADRID
Columna
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La secreta mantequilla

El autor se recrea en el ingrediente que sustenta los platos más deliciosos en las mesas más selectas

Hay un breve santuario en la calle del Conde de Aranda, corazón de Madrid, que honra el milagro del paladar y de paso, del alma. Se llama Café de París o L’Entrecote, pues es el único plato fuerte que se sirve en el templo: para abrir boca, una ensalada escanciada con un aliño tan secreto como el vinagre y luego, cada comensal solo tiene derecho a elegir el término de la carne, siendo el único protagonista de la carta y en lo que espera la llegada de la ofrenda, generosa ración de patatas a la francesa. Ahora bien, lo saben los chefs de prestigio y mi tía Enedina: el secreto de toda cocina está en las salsas y el Café de París finca su grandeza en el origen de esa salsa mágica qur tuvo su origen en Ginebra, Suiza y que no es más que la rara mantequilla que baña el entrecote, un pedazo de buey que se viste de espuma láctea, derretida con el encanto de la nostalgia.

Dicen que fue en 1930, en Le Coq d’Or de Ginebra donde nació la salsa, idea del matrimonio Boubier, que heredó el secreto a la siguiente generación y nació el misterio de Café de París, que tiene selectas sucursales en cinco o seis ciudades del mundo, menos en París. Si acaso hay parroquianos que no pueden vivir sin un menú que ofrezca muchas más opciones, la casa ofrece una digna lista de postres y generosa lista de vinos, mas el pedazo de carne que embelesa a los visitantes se mantiene como el único plato fuerte de la casa y tengo para mí que no se precisa de otros, porque aquí siempre he comido rodeado de camareros en sonrisa y pajarita elegante, entre terciopelo rojo y mesas que resguardan las mejores tertulias. En aquélla esquina, un hombre canoso remata por tercera vez en su vida el segundo tomo de un delirio que firmara Marcel Proust hace un siglo y en la mesa aledaña, un trío de jóvenes emprendedores definen un viaje a la India que ha de terminar en un monasterio en el Tibet; envueltos en una mirada ya común, una pareja parece signar el pacto que ya habían establecido entre ellos desde hace décadas y en la solitaria mesa de la entrada, una dama llora sobre la última carta que dejó sobre la cama una bailarina del Bolshoi, de paso por su vida.

En una reciente efervescencia tuve a bien vivir –por rara vez en vida—que una mujer se levantase de su lugar y me abrazara como si fuera Nochevieja: le acababa de confiar el destino de dos nuevas novelas que ya se van a la imprenta, la navegación feliz de otros libros en cocción y la anhelada organización de un posible futuro y, de pronto, dejó por un momento la carne en tenedor y me abrazó. El camarero de sonrisa creyó que era romance y no erraba: era mi hermana y el secreto está en la mantequilla: sabor entrañable de los afectos incondicionales.

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