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De las chabolas al alquiler social

Familias del Gallinero esperan ser realojadas por el Ayuntamiento con incertidumbre, ilusión y alguna crítica

El poblado de El Gallinero, el pasado 9 de julio.
El poblado de El Gallinero, el pasado 9 de julio.jaime villanueva

"Tendremos una ducha de las de bañarnos", dice África mientras se refresca con un chorro de agua que brota fresco de una manguera. Pica el sol, el lugar no ofrece ninguna sombra y esta niña de nueve años ya imagina con ilusión las posibilidades que le brindará su nueva casa. Vive en El Gallinero, un asentamiento chabolista del sur de Madrid, y se mudará, supuestamente, a unos pisos de Usera. Eso es lo que le ha indicado a su familia el Ayuntamiento. Llevaban esperando tres años, desde que el nuevo gobierno llegó al consistorio y anunció su voluntad de acabar con este poblado. Ahora es una medida inminente y la aguardan con ilusión, incertidumbre y algo de pena.

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Porque África, igual que su hermana Sofía, de 15 años, lleva toda la vida allí. Y ya tiene amigas en la zona, una rutina marcada y el apego a estas cuatro calles donde, según cifras municipales, habitan 44 familias y 184 personas (103, menores de edad). "Usera no lo conozco. Me la sé peor. ¡Y encima no está La Gavia!", protesta la mayor de las dos, refiriéndose a un cercano centro comercial. La madre, Elena Rado, observa las quejas desde la entrada de su vivienda. A ella, que llegó hace 16 años a este enclave situado a 12 kilómetros de la Puerta del Sol, le apetece el cambio. "Me da un poco de pena, pero mejor una lavadora que esto", arguye. "Aunque nos hemos acostumbrado", susurra, mostrando una habitación forrada en telas, con un colchón de mantas impolutas y dos fotos enmarcadas en el cabecero. Aun así, avisa: "Está un poco desordenado y sucio porque, como nos han dicho que nos íbamos, no estamos recogiéndolo".

Ha dejado de lado las tareas del hogar y ha empezado a empaquetar su ropa, confiesa. ¿Por qué? El lunes pasado, la alcaldesa, Manuela Carmena, y el presidente de la Comunidad de Madrid, Ángel Garrido, visitaron la zona y notificaron el fin de El Gallinero de aquí a septiembre. Sin concretar ninguna fecha exacta, los mandatarios informaron de que habrá dos vías para el realojo: un acceso directo a una vivienda o un traslado a un alojamiento alternativo provisional, compartido y supervisado por los servicios sociales. "Ya no va a haber Gallinero", afirmó Carmena. "No podíamos permitir que esto continuara”, comentó antes de animar a los residentes a emprender "esta gran aventura". "Confiamos absolutamente en vosotros, porque todos juntos vamos a respetar las normas de convivencia. Sé que podéis hacer algo muy grande, sé que vais a ser unos vecinos más de la ciudad de Madrid y ojalá seáis de los mejores", sentenció.

Llevaban tiempo esperándolo. Según cuenta Javier Baeza -cura de la Parroquia de San Carlos Borromeo, en Entrevías, y uno de los voluntarios que acude desde hace años a El Gallinero-, el grupo Ahora Madrid prometió el desmantelamiento del poblado en cuanto llegó a la alcaldía. Siempre por medio de la concejalía de Equidad, Derechos Sociales y Empleo. Han estado "mareando" y la gente está "inquieta", aduce. "No se les da información. Solo se les ha entregado un papel con normas. Y eso nos ha hecho pensar si hablamos de realojo o de tutela infantil", lamenta el párroco, cómplice firme de estos vecinos de la capital. Se sabe con precisión los movimientos que ha sufrido este lugar próximo a la carretera de Valencia y con un 93% de Índice de Pobreza Humana. Baeza no acudió el día de la visita oficial porque creía que hacerse la foto suponía "seguir con la estigmatización de esta población".

"Reina la incertidumbre propia del cambio y por la precipitación del Ayuntamiento", explica, "y existe una cierta sospecha, porque se iba a hacer desde hace tiempo, pero todavía nada". Esa parálisis es la que tiene a Elena Rado y a su marido, Vasile, sin preocuparse por la limpieza de su hogar, un inmueble levantado a base de madera y chapa. También a sus compañeros de parcela, Stefan y Virginia Yosif. A sus 65 y 63 años respectivamente, a esta pareja le toca la lista de pisos compartidos. Algo que no les hace mucha gracia. "Prefiero tener mi casa solo. Estoy triste porque no puedo pagarla", suelta él enfrente de una olla donde borbotea el caldo de unas alubias.

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Las nuevas circunstancias se revelan positivas, pero no satisfacen a toda la comunidad. De las familias que habitan El Gallinero, unas 18 se han quedado sin esta medida, tal y como calcula Baeza. Al resto se le va a dispersar en barrios de la periferia, sin especificar. Y eso provoca el desasosiego de dónde será, de si estarán cerca de donde estudian o de con quién compartirán portal. Con la decisión final y la hoja de normas que les han proporcionado (donde se establecen sanciones por perder las llaves o se prohíben las visitas, entre otras) andan despistados. Una familia que disfruta de una piscina hinchable, por ejemplo, ha quedado fuera del reparto: no tienen solvencia para los 65 euros que cuesta el alquiler. Piensan ya es en volver a Rumanía. "En cuanto se vayan ellos y vengan a tirar esto, nos vamos a nuestro país", sostiene uno de ellos, que se resguarda del sol bajo una lona y unos palés. Prefiere no dar ningún nombre.

La iglesia del poblado chabolista del Gallinero.
La iglesia del poblado chabolista del Gallinero.jaime villanueva

Mireia Sima, sin embargo, se lanza a charlar luciendo un brillo de esperanza en los ojos y una tripa de embarazo avanzado. Madre de cinco hijos (seis, contando el que está en camino) y con ocho años de estancia en El Gallinero, su destino es Carabanchel. Con un pitillo que fuma a medias con una amiga, rememora sus primeros días. "Estaba fatal. No había agua y las ratas comían con nosotros. Tenían mucha hambre", bromea. Ahora tiene ganas de irse lo más pronto posible. Por su estado y porque quiere "bañarse todo el día". "Es que soy muy presumida", ríe. "En cuanto dé a luz quiero trabajar", se propone entusiasmada esta joven de 24 años que presume de "saber leer y escribir" gracias a haber ido al colegio en Granada, donde vivió al llegar de Rumanía. En Madrid recibe la Renta Mínima de Inserción y pide en el metro. "Saco unos 30 euros para comida", dice delante de sus vástagos, lanzando una última proclama: "Espero que todo lo que han dicho lo cumplan, porque quiero que mis hijos no tengan la misma vida que nosotros".

Son momentos de tensión, esgrime Arua Marina Morales, de la asociación Barró, que también trabaja en la zona. "Quieren irse. Hay que pensar que en están hacinados y hay enfermedades. Pero andan a la expectativa, porque es inevitable. Y para que se logre la inclusión social hay que repartirles en diferentes zonas, no crear guetos", describe por teléfono esta mediadora, que asegura haber tenido un contacto continuado durante muchos meses con las familias. En El Gallinero se han acostumbrado, parece, al olvido, solo soliviantado por la caridad de las oenegés que operan en terreno. Florica Radu, mujer de 25 años que lleva 13 aquí, tiene una cita el próximo miércoles para elegir muebles. No se hace a la idea. "Me van a cambiar muchas cosas. Voy a tener a mis cuatro niños más limpios y voy a dormir más tranquila", suspira. En invierno, dice, tiene miedo de que se le incendie la casa con las hogueras que hacen para entrar en calor. Y se pasa el día nerviosa por si entra algún coche rápido y atropella a alguien. "Tendremos ducha, un parque delante, un colegio más cerca y un McDonalds por si queremos tomar una hamburguesa", sonríe.

Botellas de plástico, escombros y montones de basura anegan esta superficie de pequeños desniveles y frágiles chamizos. En uno de los más altos vive la familia Barbu. Dos habitaciones y un pequeño vestíbulo apañan las necesidades de seis personas. Lionel y Ricardo, dos de los hijos, de 21 y 19 años, toquetean un portátil mientras se plantean qué hacer en su nueva vivienda. "Aquí se está muy bien. Puedes hacer lo que te dé la gana. Puede poner los altavoces a todo trapo", justifica el menor. Ambos han estudiado por Villa de Vallecas, distrito al que pertenece, y han trabajado en varios puestos temporales. Lionel, además, tiene un pequeño habitáculo para reparar bicis con un saco de boxeo y unas pesas. "También las alquilo a un euro la hora", concede orgulloso. En un lateral de la casa ha puesto una pantalla donde proyecta películas. "Si quieren verlas, que paguen".

Para su padre –Saba Stan, de 42 años (cambió su apellido por el de la esposa)- Lionel es un emprendedor. Como él, que necesitaría "semanas" para contar todos los empleos que ha tenido. Generalmente, en el campo. Detalla que les ha tocado una casa en Villaverde por los 65 euros al mes acordados. "Sin el agua, la luz y la comunidad", apostilla. "Tendremos que ver a cuánto nos sale en total", reflexiona. Aunque se considera contento, se queja de que aún no tengan los electrodomésticos ni sepan una fecha definitiva. Coincide en el sentir general en una cosa: van a poder moverse más fácilmente. "Aquí pasa un autobús cada hora", exclama. "Ya, pero allí voy a tener que hacer trasbordo y chuparme cinco paradas de metro", responde Ricardo, el hermano más pequeño, de 14 años. Acto seguido, sopesa: "Me da igual, con tal de que haya un cole y no se vengan las hormigas".

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