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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Banderas desgarradas

El secesionismo ha abandonado las dos banderas de unión, que son la 'senyera' y la europea

Lluís Bassets
Banderas de todo tipo en un edificio de Barcelona.
Banderas de todo tipo en un edificio de Barcelona.ap

Primero fue la senyera, la bandera de la unidad y de la continuidad, abandonada en favor de la estelada, signo de secesión y de ruptura. Ahora es la bandera europea, el símbolo de los 30 años de paz, prosperidad y estabilidad que hemos conocido desde que los catalanes nos convertimos en ciudadanos plenamente europeos con la integración de España en la Unión Europea en el año 1986. El independentismo ha abandonado las dos banderas de unión en favor de las banderas de la secesión; una de repente, el día en que el nacionalismo decidió emprender el camino desconocido; y la otra poco a poco, a medida que ha ido definiéndose y deshacer las ambigüedades respecto a la unidad europea.

Se ha hablado mucho de la mutación soberanista pero muy poco del viaje desde un europeísmo ferviente y casi inocente, que no se cuestionaba nada, hasta la actual divergencia respecto al proyecto europeo, fácilmente identificable con las reticencias, escepticismos e incluso fobias que otros movimientos políticos, especialmente populistas, también han desarrollado.

En el origen, era un europeísmo casi orgulloso y exhibido como diferencial respecto al resto de España, legado de la invención pujolista sobre los orígenes carolingios de la vieja nación medieval, como si fuera la más europea de las tierras hispánicas. De esta aproximación imaginada salía una especie de ecuación: Europa apoyaría primero al derecho a decidir en un referéndum y después la adhesión automática del nuevo Estado dentro del Unión Europea.

No fue así, sino que fue exactamente lo contrario. Las instituciones europeas y los estados socios no apoyaron a ninguno de los episodios del proceso, ni se prestaron a hacer de mediadores como sugerían y deseaban los dirigentes independentistas. Por el contrario, quedó bien explicitada la aversión europea hacia la ruptura con la legalidad. Quedó demostrado que Europa es un espacio de derecho, un territorio donde la vigencia y el respeto a la regla de juego, herencia remota del derecho romano, se ha convertido en motor de la propia unidad entre los pueblos y los ciudadanos. Y este derecho, mal les pese a algunos, tiene su fundamento en los estados de derecho de cada uno de los socios que lo conforman y lo construyen, cediendo o compartiendo sus soberanías.

Europa no nos decía tan solo que había que hacer las cosas dentro de la legalidad, sino que había que hacerlas siguiendo las reglas y costumbres históricamente aceptadas por todos, lo que se ha denominado el método comunitario, que consiste fundamentalmente en compartir soberanía y en cooperar multilateralmente, todo lo contrario de la separación de soberanías y de la unilateralidad. Es un método que tiene un contenido político e incluso moral: nadie debe terminar vencido. La cooperación significa que todos los gobiernos ayudan y no se obstaculizan ni se derriban unos a otros, todo lo contrario también de lo que han hecho los gobiernos catalanes desde 2012. Es el win win, opuesto a la suma cero del secesionismo, con el que la independencia será siempre una pérdida para España, del mismo modo que se representa el mantenimiento del estatus quo como una pérdida insoportable para Cataluña.

A la hora de imaginar el papel de Europa en relación al proceso independentista no se puede olvidar el origen del método comunitario como respuesta institucional a la enemistad histórica entre franceses y alemanes, que les llevó a tres guerras en menos de un siglo, dos de las cuales mundiales. Lo que Europa nos dice silenciosamente es que nada sacarán los catalanes independentistas si aportan una querella con España de la misma entidad que la querella nacionalista que opuso a franceses y alemanes desde 1870 hasta 1945.

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Las leyes del referéndum y de la transitoriedad jurídica de los días 6 y 8 de septiembre, el referéndum unilateral del 1 de octubre, y la declaración unilateral de independencia del 27 de octubre nos distanciaron totalmente de la idea europeísta y del método europeo. Lo hicieron claramente al romper la legalidad y actuar unilateralmente, pero aún lo hicieron más contundentemente con el contenido abiertamente populista e incluso autoritario de la república diseñada por las leyes de transitoriedad, sin división de poderes, con clara sujeción del judicial al ejecutivo y con subordinación del parlamento a una asamblea o foro popular.

La única comparación europea que permiten estas iniciativas son las experiencias de la extrema derecha en el poder en Polonia y en Hungría, actualmente en conflicto con la Comisión Europea y con los principales socios que son Francia y Alemania. El otoño caliente catalán no ha sido pues una buena tarjeta de presentación de cara al reconocimiento y admisión en el club.

Las actuaciones de los tribunales belgas y alemanes en relación al euro orden han podido crear un espejismo entre los independentistas. Si desde el punto de vista de los intereses de la defensa de los dirigentes procesados se trata de pequeñas victorias indiscutibles, desde el punto de vista de la construcción europea son solo una demostración de las deficiencias del espacio europeo de justicia e interior, y en concreto del euro orden, que los 27 deberán corregir si quieren avanzar.

Con el nombramiento del nuevo presidente hemos entrado en una nueva fase, aún más inquietante. Las ideas y los dichos de Quim Torra, el presidente designado por Puigdemont y aprobado por la CUP, pertenecen exactamente a lo que la Europa unida ha combatido desde su fundación en los años 50. La Unión Europea se ha construido contra las ideas xenófobas, supremacistas y racistas, y más concretamente contra personajes como los hermanos Badia o el fundador de Nosotros Sólo, Daniel Cardona, personajes admirados y homenajeados por el presidente Torra.

La dolorosa y polémica intervención en los Balcanes en la década de los 90 se hizo para combatir los nacionalismos excluyentes. Todo lo que se hace en Bruselas va dirigido a que los nacionalismos excluyentes, empezando por los alemanes y los franceses, no vuelvan a incendiar el continente. Ya no es cuestión de legalidad, de método y de modelo de Estado, sino de valores democráticos y liberales fundacionales del proyecto europeo. Del europeísmo original que lucía el independentismo en tiempo de Artur Mas no queda nada, solo las banderas desgarradas y abandonadas en medio de la calle.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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